Hacía unos meses nada más, y antes de eso, ya le habían ocurrido varias cosas de esas que la gente llama tropezar con espantos, ver o sentir presencias fantasmales. Sus amigas más queridas y hasta los muchachos de su cerrado círculo, y digo cerrado porque no a muchas personas les llaman la atención estas cosillas, decían que Nayibe poseía un don especial para todo lo que tenía que ver con su capacidad o facilidad de recibir vibraciones externas, buenas y malas y ver eso… sí eso, los aparecidos, los fantasmas, los muertos regresados de sus tumbas. Pero mucha gente, sobre todo joven, le sacaba el quite por eso mismo.
Incluso sus tías de ascendencia siriolibanesa y sus primas mayores, también con un gran terreno abonado para el esoterismo, con creencias sobre curaciones milagrosas logradas con intercesión de distintas clases de magia, hasta el vudú, andaban cabreadas por las cosas de Nayibe, por su miradera de pelis sobre exorcismos, asesinatos horrendos, ejecuciones y toda esa serie completa de imágenes del cine y el video que explotan la inocencia, credibilidad y el miedo de muchos coterráneos, pero que a ella no le hacía mella ninguna pues las miraba con una gran reserva crítica y con el único objetivo de templar sus nervios.
Hacía casi dos semanas había llegado Nayibe a Barranquilla, la capital de Atlántico, ciudad natal de su padre, para pasar el mes de vacaciones de final del año viejo y principio del año nuevo; tal era la costumbre de todos los años, claro, desde que estaban de nuevo en Colombia, porque habían vivido varios años en países asiáticos, lo que había contribuido a acendrar en ella toda esa serie de creencias mágicas, animistas y prácticas de cercanía con la muerte y de retornos del más allá de quienes ya habían abandonado este mundo, para comunicarse con algunos seres vivientes especialmente sensibles para captar sus llamados.
Bueno… el cuento es que se encontraba Nayibe en Barranquilla, desde dos semanas atrás y se había unido, para compartir sus ratos con sus primas Laurita y Milena y con dos de las mejores amigas de ellas (realmente sus mancornas como les decían en sus casas y en el cole), Mireya y Susanita. Ya había quedado algo así como una semana atrás el año viejo y la ciudad más bullanguera del país, se encontraba en pleno alborozo porque se acercaba el carnaval, aunque casi todo el año allí estén como de carnaval.
Como venía diciendo, Nayibe había formado su grupito y el grupito ya tenía planeado hacer algo muy interesante y del corte de lo esotérico y de lo paranormal para una de esas noches de rumba venteada; y esa era precisamente la noche escogida por ellas. Se habían traído en uno de sus bolsos una tabla Ouija, de esas que se utilizan como telégrafo entre los vivos y los muertos. Al comienzo, cuando lo hablaron y lo acordaron, prácticamente todas estaban completamente decididas a hacerlo; pero en la medida en que transcurría el día y se acercaba la noche y con ella la hora acordada para entrar en comunicación con el más allá, el ánimo iba decayendo y sólo lo sostenía el compromiso adquirido en grupo.
Para completar, habían quedado de hacerlo en el propio cementerio de la ciudad, en El Universal, el cementerio de los masones, de los librepensadores donde no había entrado jamás un cura; un lugar oscuro, lóbrego y tenebroso por demás, claro que un poco menos que el Calancala, el cementerio público con sus fosas comunes. Los otros, llamados Jardines del Recuerdo y Jardines de Paz, más cercanos a sus residencias, eran sólo eso, unos jardincitos que no inspiraban ni un pequeño temblor muscular.
No obstante, el compromiso había que cumplirlo so pena de quedar en el más absoluto ridículo, por lo que cada una, por separado, tomó su bicicleta y despacito, con suavidad y sin decir nada, sobre las 10 y media de la noche, comenzaron a deslizarse fuera de sus casas, tomando las vías más cercanas y despejadas para llegar al sitio de encuentro. Al llegar se reunieron tras un ala de la puerta de acceso y como aún había tiempo de sobra, para tomar confianza comenzaron a explorar el camposanto.
Debo, en aras a la claridad del relato, agregar que a Nayibe no se le pasaba nada en estos casos. Ella tenía todo un arsenal de herramientas y elementos para atender con rigor casi científico todos los aspectos del evento. Poseía linternas y linternitas de varios tamaños, unas con luz amarilla y otras con luz blanca, incluso tenía una de esas militares para guiarse de noche, algo así como con rayos infrarrojos, bueno…los detalles son para expertos y yo no lo soy, luego los dejamos por ahora.
También tenía navajas y navajitas, incluyendo una con todos los servicios, guantes, sogas, ganchos, botas de campear, marmita, cantimplora, gafas de seguridad, equipo completo de espeleología, cronómetros, equipos de orientación entre los que se puede encontrar GPS, brújula, etc., etc., de todo lo que ustedes se puedan imaginar, luego cualquier problema circunstancial podría ser superado con éxito.
Así que cada una de las chicas tomó una de las linternas disponibles y comenzaron en equipo a explorar los panteones. El Universal de Barranquilla es casi único en su género, porque fuera de parecerse a otros sólo por eso, por ser cementerio, en este se inscriben nombres, edades y causas del deceso de quienes allí han sido sepultados desde hace más de un siglo.
Las chicas iban leyendo una a una las lápidas, deteniéndose en aquellas más interesantes en las que la causa hubiese sido un suicidio o un asesinato. En ello estaban tan imbuidas que casi no se dan cuenta del traspie de su líder, Nayibe, al tropezar con algo que no se notaba a simple vista, sobre todo a esa hora, 11:30 de la noche, pero que sobresalía un poco del suelo.
Ella aprovechó esto para comenzar a limpiar de malezas el pequeño espacio al darse cuenta de que era una tumba diferente a las demás, enterrada bajo el piso, en cuya lápida ya desembarazada de las malezas y la tierra removida, se leía claramente al enfocar con la linterna marina: nombre: Lunfardo Mathyas, edad: 35 años, causa de la muerte: autoeliminación por orden de los espíritus.
Todo esto era sorprendente en grado sumo, pero lo que más impactó a Nayibe que se preciaba de no temer a nada, fue ver grabado en la loza, debajo de todos los datos del difunto consignados allí, el número 666. Todo estaba oscuro y todas, incluida la líder del equipo, estaban muy asustadas, no obstante palabra es palabra y aunque así, casi temblando, decidieron seguir adelante con lo acordado. Tomaron asiento alrededor de la susodicha tumba y pusieron sobre la lápida la tabla Ouija, es decir, el telégrafo para comunicarse con los habitantes del más allá.
Tal como me lo refirió aún con la piel de gallina y un muy perceptible temblor en su voz y su cuerpo, Susanita, la amiga íntima de las primas de Nayibe, al invocar a Lunfardo les respondió que se fueran, que no lo maltrataran más, que lo dejaran en paz, pero ellas ya habían superado la barrera del respeto en ese momento y no hicieron el menor caso, insistiendo una y otra vez con sus preguntas; ahí sí fue cuando realmente el occiso se enfureció, las increpó con duras palabras y las amenazó de muerte, rompiendo de inmediato el vaso de señalar y la tabla cuyos pedazos salieron volando para todas partes.
Las chicas asustadas a más no poder, tomaron sus bicis y salieron en franca carrera, para encontrarse con la sorpresa de que la puerta del cementerio estaba totalmente cerrada y trancada.
Ellas, hasta donde habían averiguado esa misma semana, el cementerio no se cerraba y, además, los sábados no tenía guardia y menos un sábado finalizando el precarnaval… entonces, ¿quién les había cerrado la puerta? ¿Qué era lo que estaba pasando allí?
Estábamos completamente aterradas, me decía Susanita, casi gritando, y además ahora…. ¡Atrapadas!... Esto era algo con lo que no contábamos; entonces decidimos saltar la tapia divisoria para caer en la calle. Claro que había muchos más obstáculos, porque a Laurita su mejor amiga y prima de Nayibe, el espanto no le permitía saltar la barda del cementerio.
Todas, según lo relató Susanita, habían logrado escapar, menos Laurita que seguía adentro haciendo a grito entero angustiosos pedidos de auxilio que durante un prudente rato ellas no pudieron atender, por lo que partieron todas, con pena en el alma, por dejarla sola en ese trance, pero tácitamente habían decidido por unanimidad que necesitaban conseguir ayuda externa.No, pero no de los Estados Unidos, en donde Nayi tenía muchos amigos, sino de la propia madre de Laurita y si se podía, de otra gente que les ayudara y a la pobre Laurita, pues no había más remedio, la dejaron sola. Solita sola, como en la obra teatral protagonizada por la primera actriz argentina Alicia Fernández Rego. Este fue, por mucho tiempo después, el mayor trauma psicológico para ella y para todas, incluida Nayibe que se sentía culpable en grado sumo pues era la conductora oficial del proyecto comunicativo extrasensorial.
Cuando volvieron con la ayuda, es decir, con la propia madre de Laurita, con las tías y tíos de Nayibe y con otras gentes amables y colaboradoras del barrio, aunque un poco alicoradas a esa hora tardía y lograron luego de mucha brega, empujones, patadas y palancazos, abrir la puerta, tampoco Laurita podía salir: todos, absolutamente todos los miembros del equipo de apoyo y las otras tres complotadas iniciales pasaban hacia adentro y hacia afuera de la puerta, incluso algunos traspasaban la tapia, pero ella no podía moverse del sitio en que había quedado inicialmente. Y lo más cruel, le temblaba todo el cuerpo y le castañeteaban los dientes; no profería palabra alguna y el terror se veía salir de sus hermosos ojazos negros.
Todos estaban próximos a explotar por el miedo y los nervios que generaba esta situación completamente nueva y desconocida, hasta que la madre de Laurita, en un chispazo mental de creatividad, tomó a su hija en brazos y dando un gran salto, imposible en un estado mental de normalidad, la extrajo de la horrenda pesadilla en la que la había puesto el tal Lunfardo Mathyas; el suicida de treinta y cinco años que habían invocado al filo de la media noche.
Madre e hija cayeron estrepitosamente en medio de la calle, rodando, pero fuera de las contusiones de la caída no resultaron afectadas gravemente en su integridad física. Sin comentarios todos se dirigieron a sus respectivas casas; no había para que decir palabra en esas circunstancias.
Vale decir que Nayibe duró varios días sin hablar de esos temas que tanto le apasionaban, pero luego consiguió algunas nuevas películas como el exorcismo de una tal Emily, que compartió con un tío materno con quien se identificaban en algunas de esas ideas.
Las primas y amigas de Barranquilla jamás volvieron a las andadas y cada vez que recuerdan la experiencia su piel se les pone arrozuda, quedando como la piel de una gallina, pues el terror de esa noche del fin del precarnaval, entró a formar parte de sus más íntimos recuerdos. + Ω©
EL SECRETO
Yo era apenas un niño de unos once años cuando la conocí, pero enseguida me enamoré de ella, que era una mujer ya entrada en años, pero de una belleza exótica: alta, delgada, de piel aceitunada, con una abundante melena de cabellos ensortijados y más negros que el ala de un cuervo; su nariz recta de fosas perfectas, con un pequeño descenso sobre el labio superior; su cara, un óvalo que parecía delineado por un pintor del renacimiento, con trazos rotundos y de una perfección increíble; su boca revocada por unos labios finos pero rellenos, del color de las moras; sus cejas, dos arcos perfectos de negros vellos, enmarcaban unos ojos grandes y negros, muy negros, que miraban fijamente, acentuados por unas ojeras que acusaban algún antepasado mozárabe, todo ello sostenido por la exquisita arquitectura de un cuerpo que hacía pensar en una gitana.
Caminaba con donaire por toda la casa, ocupándose del orden, los arreglos, las carpetas tejidas, los manteles, el comedor y los niños. Era la tía Amy. Lloro mientras escribo esto; lloro por ella, por su capacidad de aguantar su secreto apuntillado en el alma, sin jamás pronunciar una palabra, y lloro por mí, por no haber tenido el valor de gritar que sabía; que había adivinado hacía rato ese secreto, por haber estado tan niño y por dejarme sojuzgar por las caras de desaprobación y por las veladas amenazas que me enfrentaba al daño sin reparación que causaría a muchas personas si lo develaba.
Irían corriendo los años veintes cuando la familia de don Bernardino recibió, en un día feliz, la visita de un nuevo miembro; una hermosa niña que tendría la misma patria chica de toda su familia, me parece que Onzaga, en la Provincia de Guanentá, en Santander, habitada por una sociedad eminentemente endogámica y patriarcal en la que el poder del hombre se sustenta en el predominio sobre las mujeres, la autoridad y todas las ventajas sociales, económicas, políticas y demás; allí nació y se crió junto a sus hermanas, Elvia y Anita, en el más profundo respeto que más bien era miedo por su padre, esa muchacha a quien nombraré aquí como “la tía” a la que conocí, llegando de Bogotá, en los años sesentas, en que ella bordeaba los cuarenta y cinco o más años.
Estaba en la flor de la edad para una mujer, con una apariencia muy especial, con una belleza que con facilidad podía verse, pero encerrada en la casa de su más querida sobrina, sin salir casi nunca a la calle, sin hablar con nadie más que los miembros de esa familia, sin amigos, sin amigas, sin nadie más con quien compartir.
Yo, en los dos años que viví allí, siempre me pregunté por qué la tía no salía a pasear por el centro de la ciudad, tan cercano a nuestra casa, por qué no tenía amigos, por qué con las únicas personas distintas a nosotros con las que hablaba de vez en cuando, en ocasiones en que ellas venían a la casa, era con su hermana Anita (Manita, así como llamaban mis primos a su abuela y, por supuesto, yo terminé llamándola igual) y su hija Helga, su sobrina, que tenían un Salón de Belleza a tres o cuatro cuadras de nuestra casa, la única parte a donde iba unas dos o tres veces al año para arreglarse el cabello.
Ellas, Manita y su hermana (grande y voluminosa) a quien también terminé llamando la tía Sera (por Serafina), hacían faldas plisadas o plisaban por encargo, que fue la moda furibunda entre los años 62 y 65, y cuando se les dificultaba algo traían la falda o llevaban a la tía a que la aplanchara, porque ella era una experta como la que más en eso. Esas eran las únicas oportunidades en que la tía tenía contactos externos a la casa.
Y yo, un muchacho inteligente, más interesado en la gente y sus problemas que en las matemáticas o en la geografía, me seguía preguntando ¿qué le pasó a la tía, por qué era tan reservada, por qué tan pocas palabras, por qué la tristeza en sus hermosos ojos? Pero jamás obtuve respuesta a estas preguntas, porque me las formulaba a mí mismo y aún no tenía ningún indicio que me condujera a pensar en el motivo real de su conducta, aunque a veces la vi mirarme con dulzura y algunas otras, en que ella me vio triste, sentí su abrazo y su mano acariciando mi cabello, como si fuera una madre, pero nada más.
Un día hubo una noticia que revolucionó la casa y casi que nuestra vida; digo… el curso normal de nuestras rutinas diarias y, ¿qué creen ustedes? Esto partió en dos el año de la tía, porque una vez que el tío Eusebio llegó con la noticia de que vendría a Bucaramanga con Margo, la vida de la tía se transformó. Recuerdo muy bien que fue un martes en la tarde, después del colegio. Nosotros estudiábamos en un Instituto de una comunidad religiosa, donde el tío era profesor de sociales y director del grupo donde estudiaba yo.
Una vez llegados a casa el tío soltó la noticia que rodó por el corredor alcanzando la última habitación de la casa que era la de la tía, quien se levantó de su cama de un brinco y salió al patio, preguntando: ¿Qué dijo Eusebio? ¿Oí bien? ¿Viene Margo? ¿Cuándo? ¿Cuándo? ¡Eusebio!... Y dos lagrimones de felicidad, en medio de una sonrisa muy especial, salieron de sus ojos para caer sobre el piso del patio. Y todos, enseguida gritaron: ¡Viene Margo! ¡Viene Margo! La tía casi salta de la felicidad, pero se contuvo, nos miró y se volteó caminando nuevamente hacia su habitación, ubicada detrás del comedor, entre la cocina, la zona de planchado y cerca al patio de atrás.
Esa fue la primera revelación que tuve de lo que pasaba, pero no estaba seguro; no muy seguro. Debía saber o ver más para analizar. En los días siguientes, que caminaron lento para todos pero sobre todo para la tía, por lo de la espera (para ella una vez más la dulce espera), se pasaba todo el tiempo que le quedaba de los quehaceres, sentada en su cama mirando fijamente, con una expresión del más profundo amor, observando una fotografía en blanco y negro de Margo que tenía desde hace años entre las hojas viejas y ajadas de su libro de rezos, como creo que nadie la miró jamás, y yo me decía que una tía no hace esto; que una tía no mira de ese modo tan especial a una sobrina, por muy querida que ésta sea.
Esa mirada de la tía y ese amor que casi manaba de su piel, sólo puede proceder de una madre, incluso no de todas las madres; hablo de una madre que ha esperado tanto para volver a ver al fruto de sus entrañas, de esas que han deseado tanto su maternidad y ven al hijo como un milagro. En esos días que precedieron a la llegada de Margo, no se podía interrumpir a la tía; no lo permitía por nada del mundo, y si uno llegaba a su habitación de improviso a decirle algo o averiguar por algo, ella se ponía furiosa y de sus ojos salían rayos y centellas, total que a uno no le quedaba más remedio que voltear grupa como se decía en tiempos pretéritos.
Durante esos días la tía sólo tenía tiempo para observar beatíficamente la foto de Margo, para arreglar cosas para la llegada de Margo, para pensar en Margo, para preguntar cada rato por Margo: ¿Será que ya llegó Margo?... preguntaba con inusitada frecuencia en el afán de su corazón por verla y tenerla entre sus brazos. Lo demás no era significativo en grado alguno para ella, en estos momentos. Esa fue mi segunda revelación; era como si estuviera frente a una gran pared blanca y un muralista experto, pero invisible, estuviera pintando para mí, en carbones y tierras coloridas, la escena que imaginaba, que había imaginado, sin seguridad, luego de mi primera revelación.
Y esperé la llegada de Margo, la tan nombrada Margo, hasta el momento mismo en que apareció en la puerta de la casa, así, de sopetón, con su pelito recogido y sus cachetes colorados de tierra fría, pero no venía con maleta; había llegado donde Manita y descargado allí su maleta de viaje con sus trajes calentanos, para posar allí, total que sólo estaría en nuestra casa por un momento, nomás, por un fugaz momento. Saludó a todos con una sonrisa tímida y avanzó para saludar a la tía (su madre verdadera pero desconocida para ella, según mi manera de ver), pero el abrazo y el beso fueron igualmente fugaces, no como yo lo había esperado.
El autor y su esposa |
La tía lloró muy suave al abrazarla e intentó retenerla por unos segundos más, pero Margo se liberó rápidamente de esos brazos que tanto habían añorado dar ese abrazo de amor. Esto me desilusionó, porque había oído la sentencia de que “la sangre tira”, pero aquí no había tirado sino de un solo lado, y sentí rabia por la tía, por la tal Margo (aunque sabía que ella no tenía la culpa, que ella no lo sabía y estaba segura de que su madre era Elvia), y me comencé a jurar que en algún momento, más temprano que tarde, se lo diría; lo hice público después de su partida y Alba, mi prima, me dijo que lo hiciera, pero los mayores me miraron con reprobación y me dijeron que no debía hacerlo por el mal que esto traería para todos y, sobre todo, para esa pobre muchacha Margo.
Luego de esto, en los años sucesivos, la tía comenzó a secarse como un árbol al que le cortan la raíz y no recibe más la sabia vital. En este caso, la sabia del amor. Todo esto, la desaprobación de los mayores, la salud de la tía que en vida empezó a momificarse y a tener ataques de rabia más frecuentemente, me confirmó lo que ya sabía, y hablando luego de la muerte de la tía, pocos años después, supe toda la verdad, aunque mucho antes del final de la tía, Charly averiguó de un tal sargento Rubial, que llegó a Onzaga como jefe de policía, del cual se enamoró la tía, y nosotros, los dos, lo confieso con pena, pero pena del alma, la jodimos algunas veces nombrándolo y haciéndole chacota: ¡Ahhh, tía, con que con el sargento rubial!, ¿no? Y ella se reía a veces, luego entraba en una furia loca y luego, entre lágrimas, reía nuevamente. Lamento haberme dejado conducir por Charly a esto y espero, desde aquí el perdón de la tía. A mi edad sólo queda pedir perdón por las embarradas del pasado, claro, si somos conscientes de éstas.
Serían los años cuarentas, según mis cuentas y ella era una jovencita alegre y feliz, allá en su Onzaga del alma, hasta que entregó su corazón a un hombre, no sé si sería al Sargento Rubial, pero allí, en Onzaga, ni prácticamente en ningún pueblito del Santander de entonces, esto no podía hacerse sin el permiso del páter familias y don Bernardino no estuvo nunca de acuerdo porque ya había palabreado con un viejo terrateniente de la región el enlace con su bella hija, que ya se estaba haciendo toda una mujer y por donde quiera que pasaba llamaba poderosamente la atención de los jóvenes pretendientes, quienes ya sabían que allí no habría cabida para ellos, porque no tenían el poder ni la plata de don (llamémoslo) Raimundo.
El que no sabía esto era el Sargento Rubial que aún no conocía lo que llamaron antes la idiosincrasia y ahora llaman el carácter local, y ni siquiera tenía conciencia de que no tendría acceso a don Bernardino y su familia y de que la tía Amy (su amada Amy), con toda su juventud, su donaire y su belleza exótica, era, para él, una fruta prohibida; tan prohibida como los frutos del árbol del bien y del mal. ¿Conocen ustedes el mito del paraíso? Pues algo así.
El hecho es que cuando una mujer tan sensible y enamorada como la tía, entrega su corazón, está completamente perdida, condenada a salir expulsada del paraíso, sin remedio; y eso fue lo que le sucedió a la tía, que con su corazón entregó todo a su autor. Por sobre la autoridad de su padre y el poder y dinero de don… (Raimundo), dejó lo que allí llamaban “su honor”, “su pureza”, “el honor de su familia” en manos de un sargento que, afortunadamente, por ser policía, andar armado y tener un grado alto en un pueblo de ese tiempo, logró salvar su vida, pero no llevarse a su amada, y ni siquiera saber que ella llevaba en su seno el fruto de su amor desesperado.
Aquella joven (la tía Amy) fue golpeada, desechada, encarcelada en la oscuridad de un sótano, sometida a increíbles vejaciones, vituperada, mirada como una escoria y excluida de la familia: “Usted ya no pertenece a esta casa”; puedo imaginar que le dijeron: “Yo ya no soy su padre, tiene prohibido en adelante llamarme papá”. “Usted deshonró a esta familia y mancilló nuestro nombre”. Y así, por nueve meses consecutivos, en ese encierro, nació la niña que prácticamente le arrancaron de su seno; que no pudo sostener en sus manos ni siquiera un minuto completo, pues ya habían preparado la escena con la anticipación requerida, para salvaguardar la dignidad familiar.
Elvia se había casado con un señor muy mayor a ella, creo que oficinista o funcionario del poder judicial, de nombre Anío, quien la llevó a vivir a una ciudad muy fría y gris, cerca de Bogotá. Pasaron un par de años y la pareja no pudo tener hijos, al parecer porque Anío no era apto para la paternidad, de tal manera que don Bernardino y su esposa aprovecharon la oportunidad, llamaron a Elvia y Anío, y les propusieron recibir el producto de esta vergüenza familiar, para evitar que la familia cayera en el deshonor y ellos aceptaron de buen grado, porque sí querían un hijo, al menos.
Entonces Elvia y su esposo montaron el tinglado: el contó en la oficina y la ciudad que su esposa estaba embarazada, con lo cual no tendría que pasar vergüenza por ser un hombre estéril y Elvia comenzó a abullonar su abdomen con trapos bien acomodados, hasta que un día, ocho meses después recibió la razón de que debía venirse para Onzaga, lo cual hizo, llegando allí con una rotunda barriga de embarazada próxima a parir en cualquier momento y, unos días después, a instantes de coronar el bebé que resultó ser una niña, fue arrancada de su madre y entregada a la tía Elvia también estéril por matrimonio, para que tuviera ella el placer de ser una madre sin haber concebido, gracias al parto de su hermana, sin tener que confesar jamás a sus amigas que su esposo era inhábil para engendrar.
A Amy la sacaron algún tiempo después del pueblo, luego de concluir el periodo de dieta, como la señorita Amy; no gozó de su hija sino algunos pocos ratos, como sobrina, ni gozó de su vida y su belleza, y tuvo que retener como en una bóveda triclave todo el amor que había en su corazón, el que a ratos dejaba salir, con mucho cuidado, cuando acunaba en sus brazos y daba tetero a sus sobrinos-nietos recién nacidos, los hijos del tío Eusebio. Y yo cargo en el alma un peso muy grande por no haber hecho nada.
Lo único que me alivia fue que el viejo… (Raimundo) se quedó mamando, como dicen por ahí cuando a uno le sale algo al revés de lo que espera. Donde estés, tía, que estés gozando de todo lo que, de aquí, te viste privada. Un abrazo gigante.
RESEÑA BIOGRÁFICA
Humberto Torres Franco, colombiano, nacido en Guadalupe, Santander. Sociólogo, gestor de proyectos de desarrollo cultural social. Ha estado vinculado a los procesos culturales de su región durante muchos años, desde que inició su acercamiento a los títeres en el Retablillo de Loriche, cuando era un muchacho de apenas 14 años, hasta que renunció al cargo que desempeñaba en la Biblioteca Pública Gabriel Turbay, en Bucaramanga. Según sus palabras, Humberto Torres Franco no pretende ser un maestro de la literatura sino más bien, ejercer el oficio de la escritura como un ejercicio de aprendizaje.
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Este libro de
relatos, que nace del deseo de divertir como lo refiere su autor, tiene la
particularidad de integrar su historia personal i familiar con la historia de
la cultura santandereana, en cuanto una parte de su material de trabajo es una
franja de nuestra tradición oral, con seguridad oída de sus abuelos o de
personas que transitoriamente poblaron los días de su niñez, como lo fue para
mi generación (quienes actualmente rondan por los sesenta, los setenta, los
ochenta ) fuimos tal vez, los últimos oyentes de la tradición oral en este
suelo, la última generación en oír de nuestros mayores esas historias que hace
muchos años producían miedo i emoción, pero que también servían como pretexto
para la diversión; al recordarlas, podemos ver en ellas la viva imaginación del
mundo antiguo i algunos aspectos del misterio de lo humano.
La piel de gallina y
otras especies amenazadas es un eslabón entre nuestro pasado i nuestro
presente, entre nuestra tradición oral (hoy sobreviviente en las últimas
promociones de muchachos dedicados a la cuentería) i el desarraigo vivido en la
actualidad por la juventud i la sociedad, que en general desconocen su
ancestralidad; situación ocasionada por el fenómeno de cultura de masas, los
entretenimientos de la cultura electrónica, el actual culto a lo iconográfico i
lo efímero, que junto a las expectativas de la farándula i el deporte, pusieron
a sucesivas generaciones a vivir inmersos en las sensorialidades como en
las ansiedades de una civilización
obsesiva con el espectro de lo material.
Este manojo de
historias propone una mirada de rescate a nuestros valores. Su autor se
inscribe dentro de una nómina de escritores del Santander de la montaña, cuyos
temas tocan lo autóctono, i particularmente las leyendas, que en Santander es uno
de nuestros más importantes elementos cohesionadores o fundacionales, al lado
del coplero, el refranero, el cancionero, i del posterior desarrollo de otras
disciplinas como la literatura, la pintura, pero sobre todo la música i la
danza, o los importantes episodios históricos en los cuales hemos sido
protagonistas.
Libro de escritura
sencilla i clara; conserva un particular tono como de ritmo respiratorio, que
por momentos nos hace parecer a los lectores que alguien estuviera contándonos directamente, de viva
voz, como si estuviera a nuestro lado, lo cual le confiere el encanto de un
fresco estilo, además de los aportes técnicos i estéticos, porque consolidando
las historias, que son el aporte técnico, se pasa como en esta propuesta
narrativa a buscar la gracia práctica o la elegancia en el discurso, algo que
va de la mano con la claridad, i nos cuenta así, esas historias con un estilo
particular, a medio camino entre lo oral i lo escrito, ese es su aporte a la
estética en nuestro medio, la voz depurada en su manera de relatar, su manera
de entender el mundo i expresarlo, el toque de la mirada en los temas
preferidos, esa otra sombra que nos sigue.
Entrevista de Humberto Torres Franco entrando al siguiente enlace:
Toma de fotografías y diseño de video:
Andrés Felipe Acevedo Ramírez
Tanto miedo que podría ser curado, no más que con una sonrisa, en un país fantástico plagado de terror y circunscrito por el horror, me pone la piel de gallina el solo pensar que seres humanos sensibles e inteligentes como Humberto Torres F. no hicieran su hermosa y magnífica tarea de contribuir a mantener La Memoria viva, la única por la que somos y estamos aquí. El cuento, este cuento colombiano construido con narrativas de orígenes varios nos brinda un espejo en el que vale la pena mirarse cada día para no olvidar jamás cómo llevamos aquí.
ResponderEliminarGracias Humberto por darnos otra oportunidad para vernos!!