LA ESKINA ISSN 1900–4168
No 20, agosto 26 de 2020
Grupo LA ESKINA: Gloria Inés Ramírez M., Gloria Elena Carrillo, Jaime Rojas Neira, Claudio Anaya Lizarazo.
-O-
ISLAS DE CALOR
Columna de Eduardo Cordero Villamizar
#3; serie 500 Semillas
Por JE-Cordero-Vi
Se ha detectado por parte de la Administración de Salud de los Estados Unidos que el daño medioambiental afecta la psiquis colectiva. Hay estudios que señalan que los incendios de California dejan personas con trastornos del sueño, con tendencias adictivas, a la depresión, se han elevado las cifras de suicidio y de violencia intrafamiliar. Todo esto se ha cruzado con los mapas de los incendios y se puede establecer una relación directa.
Todas las ciudades en las que vivimos deben buscar la manera, con la acción ciudadana, de hacer mapas de calor. Esos mapas se pueden cruzar con los mapas de emisiones de CO2 y de salud pública para establecer relaciones. En cada escuela, en cada barrio, todo el mundo puede ayudar con el diagnóstico y con las acciones mediante fuerza comunitaria. Debemos poner a las agencias del Estado y a los estamentos políticos a girar en torno al problema. Éste, nos da pistas de lo que deben ser las agendas de las ciudadanías.
no creas que con eso me inquietas
si no te veo la cara
te conozco por las tetas”.
(1)
Mientras ellas y ellos charlaban y el camión comía carretera, yo desde una de las serranías por la cual pasábamos, y que quedan hacia el oeste de la ciudad, miraba el paisaje de la meseta oculta completamente por las construcciones, y pensaba también en que todo el mundo habría de quedar en cuarentena por una peste que se había irrigado por los aeropuertos del mundo; me reconfortaba un poco con la idea de que en la finca íbamos a tener suficiente espacio como para no sentirnos prisioneros de la situación como la gente de la ciudad, pero el malestar de la resaca en mi cabeza me reafirmaba el dolor de la incertidumbre en el estómago.
Era un hombre joven y bien parecido, y tenía miedo del paso de un inevitable paraje que era necesario sortear, para llegar a su rancho. Se quedó viéndonos por unos momentos, con esa cara de sueño que todos teníamos, esperando nuestra respuesta, pero yo sólo pensaba en llegar a dormir, mientras los pasianderos cruzaban sus últimas palabras y se despedían.
El tipo, a través de José, nuevamente nos pidió que lo acompañáramos una parte del camino, hacia su casa. Tenía miedo de ese cruce donde dicen que han matado ya a bastantes personas, que algunas noches se han oído pasar misteriosos carros con las luces bajas, y que una vez cerca al abismo que mira a la ciudad, arrojan a las víctimas en medio de sus espantosos gritos; pero yo estaba cansado por el trasnocho y por el viaje.
El muchacho se acercó con el pretexto de brindarnos un último trago. Oí sus palabras cuando dijo:
–¡A su salud,
que ya es tarde para dormir!
Vi su mano fuerte y nervuda, empuñar la botella por el cuello, ofreciéndola. Después vi su cara, pálida y brillante bajo el Sol de la mañana. Su sonrisa insegura, impregnada de ansiedad por el próximo y peligroso tramo de su viaje.
Tomé el trago para no despreciarlo, y, en mitad del fogaje del aguardiente le dije que de día no había peligro, que ese problema no era con nosotros pues a las víctimas las traían de la ciudad, y que desde hacía algunos años no había vuelto a pasar eso, después de lo cual, hice ademán de irme y el tipo se adelantó a decirnos:
–Yo sé que es
un abuso, pero háganme el bien de acompañarme hasta la curva grande.
–No está
lejos. Lo acompañaríamos, pero venimos
cansados –dije, mientras observaba su figura ligera, como sin peso.
–El lugar
está maldito –volvió a decir– demasiada gente ha caído allí.
Así que me deshice de él, pero en el escaso tiempo que duró la conversación, Matilde, que llevaba un radio portátil, puso a sonar la canción que habla de ese nacimiento de agua y supe que la canción estaba hecha para él; supe que, como a cualquiera de nosotros, llegar a esta tierra significaba una oportunidad de vida por estar alejados del peligro del contagio, supe que había que tener fe porque no contábamos con otra alternativa diferente a la de seguir viviendo como se pudiera, de asimilar la nueva situación, de seguir practicando y haciendo las cosas como nos las enseñaron, y cuidarnos.
Todavía oí su voz, un poco más lejos, hablando con José. El miedo y cierta amargura le matizaban las palabras, pero, aun así, y a pesar de nuestra negativa, una pequeña lucecita de esperanza le hacía ofrecer la hospitalidad de su cabaña; habló de una buena pesca, de un bosque de frutales que tenía…
El campo se sentía alegre, a pesar del recio verano y las malas noticias. Paseé mi trasnochada conciencia sobre el ondulante horizonte de las lejanas montañas, y más que respirar el aire, respiré la soledad que se vivía. Miré a mi lado a Matilde, su piel blanca y rosada y su cabello largo y negro, la blusa blanca que llevaba ese día. Miré a José y la despreocupación de su destino y envidié su tranquilidad, basada en su inocencia y tal vez en su ignorancia, y observé al muchacho temeroso, vestido de ocre, que se alejaba ya por el camino, a enfrentar con la soledad de sus noches los gritos de sus fantasmas, mientras nosotros, por lo menos yo, presentía ya la carcoma de la incertidumbre generada por la peste, en un mundo dirigido por una élite de locos delirantes que nunca habían tenido en sus manos tanto poder legado por la ciencia; sin embargo miré a mi alrededor como para constatar que el mundo aún era el mismo y entonces observé nuevamente al muchacho, su cabello churco y dorado, su barba de varios días, la mochila al hombro, la canción que iba silbando se oía como a nuestro lado.
***
(1) Adaptación
de Claudio Anaya Lizarazo, de una copla de Rogelio, personaje del escritor
español Daniel Gascón, en la crónica “Siempre viene uno de fuera a joder a
marrana”; publicada en BABELIA, España, el 9 de agosto de 2020, cuyo texto
original es el siguiente:
No te creas que me inquieta
Si no te veo la cara
Te conozco por las tetas”.
fotos tomadas de internet: https://ocarballar.wordpress.com/2012/08/22/precipicios/
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