EL HOMBRE Y SUS DELEZNABLES IMPERIOS
*Lectura incómoda para tiempos de peste*
Humo de la voz
Por Claudio Anaya
Lizarazo
pero el tiempo a
ninguno…”
(Letra de una
ranchera de Juan Gabriel)
Mi solitaria y urbana vida se entretiene
con mi biblioteca, conformada por los libros que he ido acumulando a través de
los años y las décadas, y que hoy en día, he ampliado soberbiamente con una
gran colección de libros digitales; pero sin importar el soporte, las
bibliotecas siguen siendo para los solitarios, no una ventana sino una
geografía por la cual se avanza como si fuéramos a pie, se sienten las
ondulaciones, las cuestas y las pendientes del camino, se disfruta así, mucho
más…
Una tarde, revisando los anaqueles, con
intención de sacudir el polvo a mis libros, al tomar una vieja edición terminé
releyendo algunas de sus páginas y me encontré con un texto del escritor
italiano Giovanni Papini, pero atribuida
su autoría a Gog, de quien Papini dijo haber recibido el manuscrito. El
texto se titula: “Cadáveres de ciudades”, y consiste en el relato del viaje de
un multimillonario extravagante y excéntrico, por varias de las ciudades
míticas e históricas sobre las que se han construido o han girado, los
paradigmas de las más importantes civilizaciones.
Gog es un viajero escéptico, poseedor de
un criterio escatológico aunque no exento de cierto toque de lucidez, con el
cual mira a la gente y lo que encuentra en el mundo, más que a las ruinas que
visita durante su singular viaje. Su relato me hace pensar en los aciagos
tiempos de crisis y pestes, y veo también al igual que Gog, tal vez, que el
tiempo de las vanidades humanas y de la locura es permanente. No sabemos ahora
las reales circunstancias que nos trabajan desde adentro, no sólo a mí o a
nosotros sino al actual mundo y su civilización tecnologizada, al igual que la
mayoría de las ciudades visitadas por Gog, no supieron del germen que
prosperaba a su sombra y que fue la causa de su destrucción.
Gog es el salvaje con dinero, que en
determinado momento se detiene interesado en echar un vistazo al mundo de la
cultura, al cual casi no puede apreciar porque la práctica de los negocios le
ha esterilizado el alma, privándole de sus fibras sensibles pero dejándole un
descreimiento corrosivo y a veces, extrañamente clarificador; sin haber
superado además el estigma de lo novedoso y lo extravagante. Gog es el primate
acaudalado, que medra oculto en el pragmatismo de quienes sólo creen en el mundo
material, y marchan ciegos tras unas ciencias y unas tecnologías, liberadas al
arbitrio de su celeridad.
CADÁVERES DE CIUDADES
Por Giovanni Papini (Gog)
(de: Gog y El libro negro; Giovanni Papini; obras, Aguilar S.A. Ediciones, Madrid 1957, traducción de Antonio de
Ben)
Nápoles, 12 de octubre.
Estoy casi al final de un viaje a
través del viejo mundo, en busca de cadáveres. Itinerario de ruinas y de
metrópolis. En vez de detenerme en las ciudades de los vivientes, he ido en peregrinación a
todas las ciudades muertas, pobladas de sombras. En Egipto, dejando a un lado
El Cairo y Alejandría, he visitado Heliópolis y Tebas; en Asia, resarciéndome
de Troya, he visitado Pérgamo, Sardi, Ancira, Jericó y, adentrándome en el
desierto, la fabulosa Tadmor de las mil columnas, Ecbatana, la ciudad de los magos,
y, finalmente, Nínive y Persépolis, conglomerados de escombros imperiales.
Luego he vuelto a Europa: en Creta me he paseado entre los palacios
desenterrados de Cnosos y de Tirioto; en Grecia he contemplado los restos de
Eleusis y de Delfos; en Albania, los de Butrinto. Por fin he llegado a Italia.
En Sicilia no me he detenido más que en Selinonte. Conocía Pompeya, pero he
querido volver a ver Herculano; he ido al sepulcro de Cuma (encima de la
Caverna de Sibila) y he llegado hasta Pestum, la antigua Posidonia. Ahora me
quedan, hacia el Norte, Ostia, Norba, Vetulonia y Populonia.
No puedo decir que las haya visto
todas, pero sí las más famosas. Estos esqueletos pétreos de las antiguas
colmenas humanas me atraen infinitamente más que las vulgares metrópolis donde
se amontonan las carroñas de mañana. Las columnas mutiladas no sostienen ya los
arquitrabes: el cielo ha recuperado la bóveda del templo. El sol ha vuelto a
los sótanos y a las criptas; las casas están reducidas a paredes desmanteladas;
palacios y sepulcros están igualmente despoblados de habitantes; por todas
partes cenizas, polvo y silencio. Sobre las piedras desunidas de las calles no
pasan ya los poderosos, los amos de las casas y de las provincias, sino
solamente zapadores, arqueólogos, peregrinos; servidores y amantes de la
muerte. En las estancias donde se reía y se amaba, cae ahora la lluvia
libremente; en los anfiteatros se calientan al sol las lagartijas y los
escorpiones; en las cámaras de los reyes hacen sus nidos los búhos y las abubillas.
A otros, estas ruinas de grandeza,
estas capitales de placer y de orgullo reducidas a murallas cubiertas de
hierba, inspiran, quizá, tristeza. A mí, no. Mi gusto por la destrucción y la
humillación se ve fastuosamente saciado en estos laberintos de escombros. A
veces mi orgullo disfruta; en medio de esta destrucción, yo estoy vivo; a veces
gozo la voluptuosidad de la humillación: también nuestras ciudades serán
semejantes a éstas y nuestra soberbia tendrá el mismo fin. Pero siempre, de un
modo u otro, el alma sale de lo corriente: Palmira me ha conmovido bastante más
que Londres.
Las ciudades abandonadas o
desenterradas son incomparablemente más bellas que las vivas. La imaginación
reconstruye, completa y obtiene un conjunto más gigantesco y perfecto. No hay
nada tan verdaderamente maravilloso, para mí, como lo que no está acabado o lo
que está casi destruido. Y el olor de la muerte es un elixir poderoso para
quien sabe que tiene que morir.
El día que fui al Pesto, el cielo
estaba tempestuoso. Pero fue suficiente con que un poco de sol resucitase el
templo de Neptuno, con sus poderosas columnas color de miel, corroídas por los
siglos, pero terriblemente vivas, casi troncos de piedra surgidos de la tierra,
para que volviese a ver un momento toda la luz y la vida de Grecia. Aquella
gran casa muerta de un dios muerto, posada en medio de las hierbas y de los
asfódelos florecidos, entre los lejanos montes oscuros y el cercano mar
mugiente, me pareció más viva y esplendorosa que la misma naturaleza. Había allí
cerca una muchacha morena bellísima, con un pañuelo rojo en la cabeza y dos
ojos de ángel nocturno; y era ella, junto al templo, la que parecía muerta.
(Giovanni Papini,
Obras,
Aguilar S.A.
Ediciones,
Madrid 1957)
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