LA ESKINA global , periodico cultural

martes, 23 de julio de 2019

LA ESKINA periódico cartel Número 65

LA ESKINA periódico cartel 
número 65

Para leer y compartir

LA ESKINA ISSN 1900 – 4168
Periódico cartel No 65, julio de 2019, laeskinaperiodicocartel@gmail.com  Bucaramanga; editor: Claudio Anaya; fundadores: Claudio Anaya, Javier Félix; diseño Gloria Inés Ramírez M.; LA ESKINA en LIBRO TOTAL: www.ellibrototal.com: Daniel Navas; redes y medios: Antonio Acevedo, Wilson Bejarano, Carlos Lizcano; difusores: Néstor Saúl Solano, Rina Cecilia Contreras, Fran Saúl Acevedo, Gloria Elena Carrillo, Consuelo Mantilla, Claudia Mantilla, (se distribuye en: Casa Cultural El Solar, IMCT de Bucaramanga, Museo de Arte Moderno de Bucaramanga, Cineteca Municipal del Centro Cultural del Oriente, FUSADER, Coliseo Peralta). https://laeskinavirtual.blogspot.com/p/blog-
©Reserva de derechos de autor. Las opiniones expresadas en los artículos de esta edición son responsabilidad de sus autores.
*Memoria de nuestra literatura 
Elisa Mújica
Nació en Bucaramanga el 21 de enero de 1918; y viajó a Bogotá, donde se convertiría en de las más importantes figuras de la literatura colombiana del Siglo XX.

     Publicó desde finales de los años 40, en variados géneros como novela, cuento, entrevista, crónica y ensayo; también escribió para niños, retomando en su trabajo literario los cuentos populares y también rescatando algunas historias del centro de Bogotá; colaboró en ediciones críticas de obras de literatura en Colombia.

     Despertó con sus novelas el interés del público y la crítica. Sus primeros relatos y artículos se publicaron en la prensa bogotana, desde 1947. Durante décadas ejerció el periodismo, reseñó libros e hizo notas sobre temas culturales y literarios para diferentes revistas y periódicos del país.

     La literatura fue su actividad paralela a su vida laboral, en el Ministerio de Comunicaciones, donde fue secretaria entre 1936 y 1943, y luego como secretaria en la Embajada de Colombia en Quito (Ecuador) de 1943 a 1945.

     Entre sus obras se cuentan tres novelas: Los dos tiempos, 1949; Catalina, 1963; y Bogotá de las nubes, 1984. También sintió atracción por la cuentística y escribió relatos como Ángela y el diablo, en 1953; Árbol de ruedas, en 1972; o, La tienda de las imágenes,  en 1987.

     Dedicó al público infantil media decena de obras, y sus títulos son: La Expedición Botánica contada a los niños, en 1978; Bestiario, en 1980; Pequeño Bestiario, en 1990; Las casas que hablan: guía histórica del barrio de la Candelaria de Santa Fé de Bogotá, en 1994; y Cuentos para niños de La Candelaria, en 1997.

     Ejerció el ensayo con textos como El Indio en América: síntesis de obras americanas sobre el problema indígena, de 1948; La aventura demorada: ensayo sobre santa Teresa de Jesús, de 1951; y, La Candelaria,  de 1974.

     El 18 de noviembre de 1984, Elisa Mújica fue la primera mujer en ser nombrada como miembro de número de la Academia Colombiana de la Lengua, y en noviembre del mismo año fue elegida por votación secreta y unánime, como miembro correspondiente hispanoamericano de la Real Academia Española.

     Murió en el año 2003, dejando como legado, además de las obras ya mencionadas en esta reseña, cientos de comentarios reflexivos y decenas de obras disponibles en las bibliotecas del país. LA ESKINA invita a sus lectores a emprender esta aventura.
El Secreto de la Estatua (fragmento)

( Tomado del libro: Cuentos para niños de La Candelaria, Carlos Valencia Editores, Santafé de Bogotá, 1993)
     Muy temprano, antes de meterse en el obrador donde desaparecía el tiempo y pintaba horas y horas, a Gregorio le gustaba subir a la azotea de su casa. Era una mañana de un azul que se introducía por los poros como si flotara en el espacio. El vapor de agua que, como un espeso capuchón arropa los cerros de Santafé de Bogotá la mayor parte del día se convertía de repente en un aire dorado y transparente, quieto y fresco. No había nada que se le comparara en ninguna parte del mundo. Entonces Gregorio olvidaba sus años. Era de nuevo el muchacho que madrugaba a trepar a los cerros, en busca de aquellas plantas de las que los indios extraían tintes para fabricar sus mantas de algodón. No había otros más firmes y brillantes. Una mujer, vieja como una momia que vivía en una cueva del cerro de La Peña y a la que Gregorio regalaba bizcochuelos y chocolate, le había enseñado que los colores azules y violáceos se sacan de las maticas de árnica. Para ese objeto resultaba también muy a propósito la uvilla de Bogotá, lo mismo que el espino puyón. Daban un hermoso tono morado indeleble. De la guaba lo mismo que de la cochinilla, procedía el carmín. Para los tonos sepias aprovechaba los líquenes y musgos, tan abundantes. Al tocarlos, Gregorio daba gusto no sólo a sus manos sino a su alma. Igualmente, la vieja lo había informado sobre los mejores sitios para conseguir arcillas de distintos colores y clases. A Ráquira mandaba un muchacho, a buscar tierras doradas. Maceraba todo en una piedra instalada en el huerto de la casa. (Aún estaba allí en la época en que otro pintor, Roberto Pizano, escribió la biografía de Vásquez; a lo mejor sigue en el mismo lugar, y algún niño la encontrará, si mira bien. Será como si se apoderara de un tesoro). Gracias a las fórmulas de la vieja india, que era sabia, Gregorio había aprendido a echar una goma elástica sobre los colores para que brillaran más. Si no hubiera sido por esa mujer que lo quería como a un hijo, Vásquez no pintaría con aquella maestría que todos le admiraban. Los cerros santafereños no le regalaban únicamente las plantas y las tierras. Le ofrecían otro don: los venados. Cuando surgían en los bosquecillos, con sus movimientos nerviosos y ágiles, Gregorio los devoraba con los ojos. Para que nunca se escaparan, quería meterlos en sus lienzos. En sus buenos tiempos había sido un arrogante cazador. Ayudado por sus buenos galgos y sabuesos practicaba el ojeo, la batida y la cetrería. Portaba en su diestra un halcón dotado de la velocidad del rayo…

Rincón del  columnófago
El viejo y el relato de los desplazados

Por Claudio Anaya Lizarazo
  
 Plumilla de:
Claudio Anaya Lizarazo
 A la memoria de Carlos Valbuena, guerrero del tablón.
                     fallecido en Julio 22  de 2019

Lo vi un solo día en mi vida, un sábado en la mañana, durante una tertulia  propiciada por mi amigo Carlos Valbuena, quien había dicho: “Vamos a descansar un poco de este trabajo”, y terminamos en la  tienda de la esquina tomando cerveza. La tienda funcionaba en una de esas casas antiguas, construidas en tapia pisada, tal vez en la Época Republicana, tal vez antes, desde la Colonia.

Una alta figura apareció en la puerta y pasó a hablar directamente con el tendero. Preguntaba por algo, quizá un pequeño encargo de las mujeres de la  casa, como suele ocurrir. Tenía un aire distraído y los modales suaves de quien, desde la tranquilidad y la estabilidad de su retiro, ha hecho buena parte de su vida pública; y el don de gentes, cordial y grave, de la gente antigua. Contaba don Pedro Pablo para esa época, según decían, noventa y tantos años, y estoy hablando de mil novecientos noventa y cinco, y de un sábado en la mañana, de esos en que, al parecer, las cosas marchan bien, a pesar de estar un poco sueltas.

Como Carlos lo conocía y  le caía en gracia, por sus dotes de gran contertulio y más, tratándose de un hombre de edad avanzada en pleno ejercicio de su lucidez, lo saludó y lo invitó a la mesa. Pude ver a un hombre cuya experiencia se afincaba  en la decencia, pues en el diálogo sabía oír al otro, esperando que terminara la intervención para entenderla y formarse su opinión. En las cuatro horas y las varias cervezas durante las cuales se dio nuestra tertulia, jamás  interrumpió a nadie para debatir una idea oída a medias. Se habló de los problemas del barrio, pues él era uno de sus líderes más antiguos, se pasó a la política para terminar en lo ecológico, y éste fue precisamente  el tema que le hizo recordar a don Pedro Pablo, una historia de su niñez, acá en Bucaramanga, y que determinó el final de nuestro encuentro.

-Era yo un niño pequeño, como de unos seis o siete años, y desde hacía poco tiempo vivíamos en este barrio. Una tarde que estábamos jugando en el patio con mis hermanos y unos vecinitos, llegó una bandada de muchas clases de pájaros que se posaron sobre los arbustos y sobre el tejado de la casa. Eran casas muy grandes que se partieron como las fincas, por herencias o por ventas; sus patios fueron inmensos y tenían árboles, matas, en algunas casas tenían corrales de gallinas, y en otras, hasta huertas. Corrimos y le avisamos a mi mamá, quien vino al patio, miró y se extrañó, y salió a hablar del asunto con sus nuevas vecinas, quienes ya estaban en la calle y observaban y comentaban con la comunidad, sobre el extraño suceso, pues las aves ocupaban todo el sector, los techos de las casas, los árboles del Parque Romero, los edificios cercanos al  Hospital San Juan de Dios y otras instalaciones oficiales. El día terminó así, y hacia el final de ocaso, vimos a los pájaros desaparecer tras las sombras. Durante todo el segundo día revolotearon de un lado a otro, siempre en vuelos cortos, buscando algo para picotear o tomando agua de las tinajas que les colocaba la gente. No recuerdo bien cuántos días duró este éxodo, han pasado noventa años y tal vez éste sea el único detalle que no recuerdo con precisión. Lo último  que les cuento es que otro día, cuando ya las aves se habían ido, mi papá le dijo a mi mamá que había oído en La Alcaldía la noticia de los pájaros; pues sí señores, días después se supo que habían fumigado unas grandes extensiones del campo, en el Departamento de Boyacá…

Y, mientras se levantaba de su silla para irse, el anciano exclamó entre sollozos: ¡Venían huyendo! ¡Venían huyendo!       
Papel de narradores
LA DUDA, por MAURICIO PEÑARANDA

El relato LA DUDA, forma parte del libro EL ÚLTIMO EXILIO; obra ganadora en la reciente Convocatoría de estímulos de literatura Ciudad de Pereira, 2019

A: Claudio Anaya, en Su Eskina.
Ni aun metiendo el dedo en la llaga creeré.
Gesualdo Bufalino – Perorata del apestado 

Muchos años después, cuando Pablo de Tarso quiso persuadirlo de que asentara por escrito el testimonio de sus andanzas con Jesús de Nazaret, Tomás se negó. La herida del hijo de Dios había sido real. En los dedos índice y corazón de su mano derecha subsistía el recuerdo de la sangre, pero desde la Última Cena, algo que no pudo transformarse ante ninguna evidencia posterior, modificó la dirección de su fe. Pese a la invocación de los símbolos del vino y el pan, aquello de comeréis mi cuerpo y beberéis mi sangre, no logró convencerlo.
  Con José de Arimatea lo descolgaron de la cruz y compungidos asistieron a la preparación del cadáver. El martirio los estremeció: el cuerpo  era solo una bolsa de huesos desencajados. Ante esta evidencia, lo que esperaran los otros dependía de la irracionalidad de la fe. En lo que a él concernía, no aguardó al tercer día para el cumplimiento  de la resurrección: se ocupó de tareas más simples como retomar la pesca en el lago, que esa mañana arrojó una modesta ganancia.
  La noticia se propagó como el fuego. Tras recoger las redes, Tomás recorrió los puntos principales de Jerusalén, pero se resistió a ascender hacia el Gólgota  donde la mancha humana  se regaba en  contra  de la corriente. No quería ponerse en el trabajo físico  de discernir cuál fuerza alentaba más a la muchedumbre: si la devoción o la curiosidad. Juan y Santiago lo alcanzaron en las inmediaciones del templo con la buena nueva, y Tomás lanzó temblando de cólera aquella frase ruin que los horripiló por su impiedad. Días después se produciría su reencuentro con el Maestro, pero el desenlace fue predecible: tuvo que doblegarse ante la revelación. No obstante, la mirada de Jesús no era la misma; no halló el bien en esos ojos que el Rabí traía de la muerte. Era una mirada ebria, enrarecida que los discípulos adoptaron en los días que siguieron; una mirada de ver más allá de lo evidente, pero no en los dominios encumbrados del bien, sino en los ámbitos especiosos del mal. Se apegaron a un caminar enajenado que no era lo que podría llamarse un andar por el mundo; más bien un fluir sin pertenencia como si vigilaran otra luz o la inminencia de una señal ultraterrena. A Pedro y sus maneras burdas no le iba ese mirar.  Ni a José. Ni a Santiago. Tampoco a la gente simple que empezó a sumarse a los que visitaban el calvario y pregonaban la desaparición del cuerpo y el posterior encuentro con el Hijo de Dios. No quiso ir con ellos, se negó a ser parte de ese convenio. Pensó irse, escapar, fusionarse con la displicente superioridad de los romanos.
  Lo perseguían con insistencia, lo extrañaban. Una noche arribaron a su albergue con el propósito unánime de cenar con él. Aportaron  las aceitunas, el vino y el pan, María Magdalena, una joven llamada Tamara, los compañeros habituales y otros más que se agregaron al cortejo. No pudo ser hostil; la hospitalidad es norma de piedad ligada a la más remota tradición. Se sentó con ellos a la mesa y otros lo hicieron en el suelo. Sirvieron el vino y repartieron el pan. Seguía la trayectoria de las manos, pero no los miraba. Rehuía la posibilidad de desconocerlos. Al cabo, el vino lo hizo entrar en calor, o  tal vez  la cercanía del cuerpo de María de Magdala que comentaba sus recientes encuentros con Jesús con esa voz  ronca y acariciante  que fluía como una unción en la noche. Enfrentó su mirada y se dejó guiar por su sonrisa, por la línea armoniosa de sus dientes. Lo tranquilizó descubrir que la devoción no había liquidado su belleza. En el sincero repaso de sus rasgos, se detuvo espantado en dos pequeños orificios supurantes en el cuello blanquísimo. Apartó los ojos de la elegida de Jesús y observó, guiado por un instinto premonitorio los cuellos de los otros, marcados también por el beso purpúreo de la fe.

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