Hacía casi dos
semanas había llegado Nayibe a Barranquilla, la capital de Atlántico, ciudad
natal de su padre, para pasar el mes de vacaciones de final del año viejo y
principio del año nuevo; tal era la costumbre de todos los años, claro, desde
que estaban de nuevo en Colombia, porque habían vivido varios años en países
asiáticos, lo que había contribuido a acendrar en ella toda esa serie de
creencias mágicas, animistas y prácticas de cercanía con la muerte y de
retornos del más allá de quienes ya habían abandonado este mundo, para
comunicarse con algunos seres vivientes especialmente sensibles para captar sus
llamados.
Bueno… el cuento es que se encontraba Nayibe en
Barranquilla, desde dos semanas atrás y se había unido, para compartir sus
ratos con sus primas Laurita y Milena y con dos de las mejores amigas de ellas
(realmente sus mancornas como les decían en sus casas y en el cole), Mireya y
Susanita. Ya había quedado algo así como
una semana atrás el año viejo y la ciudad más bullanguera del país, se
encontraba en pleno alborozo porque se acercaba el carnaval, aunque casi todo
el año allí estén como de carnaval. Como venía
diciendo, Nayibe había formado su grupito y el grupito ya tenía planeado hacer
algo muy interesante y del corte de lo esotérico y de lo paranormal para una de
esas noches de rumba venteada; y esa era precisamente la noche escogida por
ellas. Se habían traído en uno de sus
bolsos una tabla Ouija, de esas que se utilizan como telégrafo entre los vivos
y los muertos. Al comienzo,
cuando lo hablaron y lo acordaron, prácticamente todas estaban completamente
decididas a hacerlo; pero en la medida en que transcurría el día y se acercaba
la noche y con ella la hora acordada para entrar en comunicación con el más
allá, el ánimo iba decayendo y sólo lo sostenía el compromiso adquirido en
grupo.
Para
completar, habían quedado de hacerlo en el propio cementerio de la ciudad, en
El Universal, el cementerio de los masones, de los librepensadores donde no
había entrado jamás un cura; un lugar oscuro, lóbrego y tenebroso por demás,
claro que un poco menos que el Calancala, el cementerio público con sus fosas
comunes. Los otros, llamados Jardines
del Recuerdo y Jardines de Paz, más cercanos a sus residencias, eran sólo eso,
unos jardincitos que no inspiraban ni un pequeño temblor muscular.
No obstante,
el compromiso había que cumplirlo so pena de quedar en el más absoluto
ridículo, por lo que cada una, por separado, tomó su bicicleta y despacito, con
suavidad y sin decir nada, sobre las 10 y media de la noche, comenzaron a
deslizarse fuera de sus casas, tomando las vías más cercanas y despejadas para
llegar al sitio de encuentro. Al llegar
se reunieron tras un ala de la puerta de acceso y como aún había tiempo de
sobra, para tomar confianza comenzaron a explorar el camposanto.
Debo, en aras
a la claridad del relato, agregar que a Nayibe no se le pasaba nada en estos
casos. Ella tenía todo un arsenal de herramientas y elementos para atender con
rigor casi científico todos los aspectos del evento. Poseía linternas y
linternitas de varios tamaños, unas con luz amarilla y otras con luz blanca,
incluso tenía una de esas militares para guiarse de noche, algo así como con
rayos infrarrojos, bueno…los detalles son para expertos y yo no lo soy, luego
los dejamos por ahora.
También tenía
navajas y navajitas, incluyendo una con todos los servicios, guantes, sogas,
ganchos, botas de campear, marmita, cantimplora, gafas de seguridad, equipo
completo de espeleología, cronómetros, equipos de orientación entre los que se
puede encontrar GPS, brújula, etc., etc., de todo lo que ustedes se puedan
imaginar, luego cualquier problema circunstancial podría ser superado con
éxito.
Así que cada
una de las chicas tomó una de las linternas disponibles y comenzaron en equipo
a explorar los panteones. El Universal
de Barranquilla es casi único en su género, porque fuera de parecerse a otros
sólo por eso, por ser cementerio, en este se inscriben nombres, edades y causas
del deceso de quienes allí han sido sepultados desde hace más de un siglo.
Las chicas
iban leyendo una a una las lápidas, deteniéndose en aquellas más interesantes
en las que la causa hubiese sido un suicidio o un asesinato. En ello estaban
tan imbuidas que casi no se dan cuenta del traspie de su líder, Nayibe, al
tropezar con algo que no se notaba a simple vista, sobre todo a esa hora, 11:30
de la noche, pero que sobresalía un poco del suelo.
Ella aprovechó
esto para comenzar a limpiar de malezas el pequeño espacio al darse cuenta de
que era una tumba diferente a las demás, enterrada bajo el piso, en cuya lápida
ya desembarazada de las malezas y la tierra removida, se leía claramente al
enfocar con la linterna marina: nombre: Lunfardo Mathyas, edad: 35 años, causa
de la muerte: autoeliminación por orden de los espíritus.
Todo esto era
sorprendente en grado sumo, pero lo que más impactó a Nayibe que se preciaba de
no temer a nada, fue ver grabado en la loza, debajo de todos los datos del
difunto consignados allí, el número 666.
Todo estaba oscuro y todas, incluida la líder del equipo, estaban muy
asustadas, no obstante palabra es palabra y aunque así, casi temblando,
decidieron seguir adelante con lo acordado.
Tomaron asiento alrededor de la susodicha tumba y pusieron sobre la
lápida la tabla Ouija, es decir, el telégrafo para comunicarse con los
habitantes del más allá.
Tal como me lo
refirió aún con la piel de gallina y un muy perceptible temblor en su voz y su
cuerpo, Susanita, la amiga íntima de las primas de Nayibe, al invocar a Lunfardo
les respondió que se fueran, que no lo maltrataran más, que lo dejaran en paz,
pero ellas ya habían superado la barrera del respeto en ese momento y no
hicieron el menor caso, insistiendo una y otra vez con sus preguntas; ahí sí
fue cuando realmente el occiso se enfureció, las increpó con duras palabras y
las amenazó de muerte, rompiendo de inmediato el vaso de señalar y la tabla
cuyos pedazos salieron volando para todas partes.
Las chicas
asustadas a más no poder, tomaron sus bicis y salieron en franca carrera, para
encontrarse con la sorpresa de que la puerta del cementerio estaba totalmente
cerrada y trancada.
Ellas, hasta
donde habían averiguado esa misma semana, el cementerio no se cerraba y,
además, los sábados no tenía guardia y menos un sábado finalizando el
precarnaval… entonces, ¿quién les había cerrado la puerta? ¿Qué era lo que
estaba pasando allí?
Estábamos
completamente aterradas, me decía Susanita, casi gritando, y además ahora….
¡Atrapadas!... Esto era algo con lo que no contábamos; entonces decidimos
saltar la tapia divisoria para caer en la calle. Claro que había muchos más
obstáculos, porque a Laurita su mejor amiga y prima de Nayibe, el espanto no le
permitía saltar la barda del cementerio.
Todas, según lo relató Susanita, habían
logrado escapar, menos Laurita que seguía adentro haciendo a grito entero
angustiosos pedidos de auxilio que durante un prudente rato ellas no pudieron
atender, por lo que partieron todas, con pena en el alma, por dejarla sola en
ese trance, pero tácitamente habían decidido por unanimidad que necesitaban
conseguir ayuda externa.No, pero no de
los Estados Unidos, en donde Nayi tenía muchos amigos, sino de la propia madre
de Laurita y si se podía, de otra gente que les ayudara y a la pobre Laurita,
pues no había más remedio, la dejaron sola. Solita sola, como en la obra
teatral protagonizada por la primera actriz argentina Alicia Fernández Rego.
Este fue, por mucho tiempo después, el mayor trauma psicológico para ella y
para todas, incluida Nayibe que se sentía culpable en grado sumo pues era la
conductora oficial del proyecto comunicativo extrasensorial.
Cuando
volvieron con la ayuda, es decir, con la propia madre de Laurita, con las tías
y tíos de Nayibe y con otras gentes amables y colaboradoras del barrio, aunque
un poco alicoradas a esa hora tardía y lograron luego de mucha brega,
empujones, patadas y palancazos, abrir la puerta, tampoco Laurita podía salir:
todos, absolutamente todos los miembros del equipo de apoyo y las otras tres
complotadas iniciales pasaban hacia adentro y hacia afuera de la puerta,
incluso algunos traspasaban la tapia, pero ella no podía moverse del sitio en
que había quedado inicialmente. Y lo más cruel, le temblaba todo el cuerpo y le
castañeteaban los dientes; no profería palabra alguna y el terror se veía salir
de sus hermosos ojazos negros.
Todos estaban
próximos a explotar por el miedo y los nervios que generaba esta situación
completamente nueva y desconocida, hasta que la madre de Laurita, en un chispazo
mental de creatividad, tomó a su hija en brazos y dando un gran salto,
imposible en un estado mental de normalidad, la extrajo de la horrenda
pesadilla en la que la había puesto el tal Lunfardo Mathyas; el suicida de
treinta y cinco años que habían invocado al filo de la media noche.
Madre e hija
cayeron estrepitosamente en medio de la calle, rodando, pero fuera de las
contusiones de la caída no resultaron afectadas gravemente en su integridad
física. Sin comentarios todos se dirigieron a sus respectivas casas; no había
para que decir palabra en esas circunstancias.
Vale decir que
Nayibe duró varios días sin hablar de esos temas que tanto le apasionaban, pero
luego consiguió algunas nuevas películas como el exorcismo de una tal Emily,
que compartió con un tío materno con quien se identificaban en algunas de esas
ideas.
Las primas y
amigas de Barranquilla jamás volvieron a las andadas y cada vez que recuerdan
la experiencia su piel se les pone arrozuda, quedando como la piel de una
gallina, pues el terror de esa noche del fin del precarnaval, entró a formar
parte de sus más íntimos recuerdos. + Ω©
EL SECRETO
Yo juré contarlo; en
mis noches, en la soledad de mi cama,
antes del sueño que no llegaba fácil, que casi siempre me ha sido esquivo, lo
juré para mí mismo. Me dije que esta historia debía conocer la luz y que Margo
sabría quién era su mamá de verdad, para que esa persona a quien llamo “la tía”
pudiera sentir un abrazo de su hija y ésta pudiera recibir un abrazo de amor
profundo de su verdadera madre; lo hice varias veces pero siempre callaron mi
boca con amenazas y recomendaciones sobre el daño que haría al destapar esa
olla que guardaba una increíble presión.
Yo era apenas un niño
de unos once años cuando la conocí, pero enseguida me enamoré de ella, que era
una mujer ya entrada en años, pero de una belleza exótica: alta, delgada, de
piel aceitunada, con una abundante melena de cabellos ensortijados y más negros
que el ala de un cuervo; su nariz recta de fosas perfectas, con un pequeño descenso
sobre el labio superior; su cara, un óvalo que parecía delineado por un pintor
del renacimiento, con trazos rotundos y de una perfección increíble; su boca
revocada por unos labios finos pero rellenos, del color de las moras; sus
cejas, dos arcos perfectos de negros vellos, enmarcaban unos ojos grandes y
negros, muy negros, que miraban fijamente, acentuados por unas ojeras que
acusaban algún antepasado mozárabe, todo ello sostenido por la exquisita
arquitectura de un cuerpo que hacía pensar en una gitana.
Caminaba con donaire
por toda la casa, ocupándose del orden, los arreglos, las carpetas tejidas, los
manteles, el comedor y los niños. Era la tía Amy. Lloro mientras escribo esto; lloro por ella,
por su capacidad de aguantar su secreto apuntillado en el alma, sin jamás
pronunciar una palabra, y lloro por mí, por no haber tenido el valor de gritar
que sabía; que había adivinado hacía rato ese secreto, por haber estado tan
niño y por dejarme sojuzgar por las caras de desaprobación y por las veladas
amenazas que me enfrentaba al daño sin reparación que causaría a muchas
personas si lo develaba.
Irían corriendo los
años veintes cuando la familia de don Bernardino recibió, en un día feliz, la
visita de un nuevo miembro; una hermosa niña que tendría la misma patria chica
de toda su familia, me parece que Onzaga, en la Provincia de Guanentá, en
Santander, habitada por una sociedad eminentemente endogámica y patriarcal en
la que el poder del hombre se sustenta en el predominio sobre las mujeres, la
autoridad y todas las ventajas sociales, económicas, políticas y demás; allí
nació y se crió junto a sus hermanas, Elvia y Anita, en el más profundo respeto
que más bien era miedo por su padre, esa muchacha a quien nombraré aquí como
“la tía” a la que conocí, llegando de Bogotá, en los años sesentas, en que ella
bordeaba los cuarenta y cinco o más años.
Estaba en la flor de
la edad para una mujer, con una apariencia muy especial, con una belleza que
con facilidad podía verse, pero encerrada en la casa de su más querida sobrina,
sin salir casi nunca a la calle, sin hablar con nadie más que los miembros de
esa familia, sin amigos, sin amigas, sin nadie más con quien compartir.
Yo, en los dos años que viví allí, siempre me
pregunté por qué la tía no salía a pasear por el centro de la ciudad, tan
cercano a nuestra casa, por qué no tenía amigos, por qué con las únicas
personas distintas a nosotros con las que hablaba de vez en cuando, en
ocasiones en que ellas venían a la casa, era con su hermana Anita (Manita, así
como llamaban mis primos a su abuela y, por supuesto, yo terminé llamándola
igual) y su hija Helga, su sobrina, que tenían un Salón de Belleza a tres o
cuatro cuadras de nuestra casa, la única parte a donde iba unas dos o tres
veces al año para arreglarse el cabello.
Ellas, Manita y su
hermana (grande y voluminosa) a quien también terminé llamando la tía Sera (por
Serafina), hacían faldas plisadas o plisaban por encargo, que fue la moda
furibunda entre los años 62 y 65, y cuando se les dificultaba algo traían la
falda o llevaban a la tía a que la aplanchara, porque ella era una experta como
la que más en eso. Esas eran las únicas
oportunidades en que la tía tenía contactos externos a la casa.
Y yo, un muchacho
inteligente, más interesado en la gente y sus problemas que en las matemáticas
o en la geografía, me seguía preguntando ¿qué le pasó a la tía, por qué era tan
reservada, por qué tan pocas palabras, por qué la tristeza en sus hermosos
ojos? Pero jamás obtuve respuesta a estas preguntas, porque me las formulaba a
mí mismo y aún no tenía ningún indicio que me condujera a pensar en el motivo
real de su conducta, aunque a veces la vi mirarme con dulzura y algunas otras,
en que ella me vio triste, sentí su abrazo y su mano acariciando mi cabello,
como si fuera una madre, pero nada más.
Un día hubo una
noticia que revolucionó la casa y casi que nuestra vida; digo… el curso normal
de nuestras rutinas diarias y, ¿qué creen ustedes? Esto partió en dos el año de
la tía, porque una vez que el tío Eusebio llegó con la noticia de que vendría a
Bucaramanga con Margo, la vida de la tía se transformó. Recuerdo muy bien que
fue un martes en la tarde, después del colegio. Nosotros estudiábamos en un
Instituto de una comunidad religiosa, donde el tío era profesor de sociales y
director del grupo donde estudiaba yo.
Una vez llegados a
casa el tío soltó la noticia que rodó por el corredor alcanzando la última
habitación de la casa que era la de la tía, quien se levantó de su cama de un
brinco y salió al patio, preguntando: ¿Qué dijo Eusebio? ¿Oí bien? ¿Viene Margo? ¿Cuándo? ¿Cuándo? ¡Eusebio!...
Y dos lagrimones de felicidad, en medio de una sonrisa muy especial, salieron
de sus ojos para caer sobre el piso del patio. Y todos, enseguida gritaron:
¡Viene Margo! ¡Viene Margo! La tía casi salta de la felicidad, pero se contuvo,
nos miró y se volteó caminando nuevamente hacia su habitación, ubicada detrás
del comedor, entre la cocina, la zona de planchado y cerca al patio de atrás.
Esa fue la primera
revelación que tuve de lo que pasaba, pero no estaba seguro; no muy seguro.
Debía saber o ver más para analizar. En los días siguientes, que caminaron
lento para todos pero sobre todo para la tía, por lo de la espera (para ella
una vez más la dulce espera), se pasaba todo el tiempo que le quedaba de los
quehaceres, sentada en su cama mirando fijamente, con una expresión del más
profundo amor, observando una fotografía en blanco y negro de Margo que tenía
desde hace años entre las hojas viejas y ajadas de su libro de rezos, como creo
que nadie la miró jamás, y yo me decía que una tía no hace esto; que una tía no
mira de ese modo tan especial a una sobrina, por muy querida que ésta sea.
Esa mirada de la tía
y ese amor que casi manaba de su piel, sólo puede proceder de una madre,
incluso no de todas las madres; hablo de una madre que ha esperado tanto para
volver a ver al fruto de sus entrañas, de esas que han deseado tanto su
maternidad y ven al hijo como un milagro.
En esos días que precedieron a la llegada de Margo, no se podía
interrumpir a la tía; no lo permitía por nada del mundo, y si uno llegaba a su
habitación de improviso a decirle algo o averiguar por algo, ella se ponía
furiosa y de sus ojos salían rayos y centellas, total que a uno no le quedaba
más remedio que voltear grupa como se decía en tiempos pretéritos.
Durante esos días la
tía sólo tenía tiempo para observar beatíficamente la foto de Margo, para
arreglar cosas para la llegada de Margo, para pensar en Margo, para preguntar
cada rato por Margo: ¿Será que ya llegó Margo?... preguntaba con inusitada
frecuencia en el afán de su corazón por verla y tenerla entre sus brazos. Lo
demás no era significativo en grado alguno para ella, en estos momentos. Esa fue mi segunda revelación; era como si
estuviera frente a una gran pared blanca y un muralista experto, pero
invisible, estuviera pintando para mí, en carbones y tierras coloridas, la
escena que imaginaba, que había imaginado, sin seguridad, luego de mi primera
revelación.
Y esperé la llegada
de Margo, la tan nombrada Margo, hasta el momento mismo en que apareció en la
puerta de la casa, así, de sopetón, con su pelito recogido y sus cachetes
colorados de tierra fría, pero no venía con maleta; había llegado donde Manita
y descargado allí su maleta de viaje con sus trajes calentanos, para posar
allí, total que sólo estaría en nuestra casa por un momento, nomás, por un
fugaz momento. Saludó a todos con una sonrisa tímida y avanzó para saludar a la
tía (su madre verdadera pero desconocida para ella, según mi manera de ver),
pero el abrazo y el beso fueron igualmente fugaces, no como yo lo había
esperado.
|
El autor y su esposa |
La tía lloró muy
suave al abrazarla e intentó retenerla por unos segundos más, pero Margo se
liberó rápidamente de esos brazos que tanto habían añorado dar ese abrazo de
amor. Esto me desilusionó, porque había oído la sentencia de que “la sangre
tira”, pero aquí no había tirado sino de un solo lado, y sentí rabia por la
tía, por la tal Margo (aunque sabía que ella no tenía la culpa, que ella no lo
sabía y estaba segura de que su madre era Elvia), y me comencé a jurar que en
algún momento, más temprano que tarde, se lo diría; lo hice público después de su partida y Alba,
mi prima, me dijo que lo hiciera, pero los mayores me miraron con reprobación y
me dijeron que no debía hacerlo por el mal que esto traería para todos y, sobre
todo, para esa pobre muchacha Margo.
Luego de esto, en los
años sucesivos, la tía comenzó a secarse como un árbol al que le cortan la raíz
y no recibe más la sabia vital. En este caso, la sabia del amor. Todo esto, la
desaprobación de los mayores, la salud de la tía que en vida empezó a
momificarse y a tener ataques de rabia más frecuentemente, me confirmó lo que
ya sabía, y hablando luego de la muerte de la tía, pocos años después, supe toda
la verdad, aunque mucho antes del final de la tía, Charly averiguó de un tal
sargento Rubial, que llegó a Onzaga como jefe de policía, del cual se enamoró
la tía, y nosotros, los dos, lo confieso con pena, pero pena del alma, la
jodimos algunas veces nombrándolo y haciéndole chacota: ¡Ahhh, tía, con que con
el sargento rubial!, ¿no? Y ella se reía a veces, luego entraba en una furia
loca y luego, entre lágrimas, reía nuevamente. Lamento haberme dejado conducir
por Charly a esto y espero, desde aquí el perdón de la tía. A mi edad sólo
queda pedir perdón por las embarradas del pasado, claro, si somos conscientes
de éstas.
Serían los años
cuarentas, según mis cuentas y ella era una jovencita alegre y feliz, allá en
su Onzaga del alma, hasta que entregó su corazón a un hombre, no sé si sería al
Sargento Rubial, pero allí, en Onzaga, ni prácticamente en ningún pueblito del
Santander de entonces, esto no podía hacerse sin el permiso del páter familias
y don Bernardino no estuvo nunca de acuerdo porque ya había palabreado con un
viejo terrateniente de la región el enlace con su bella hija, que ya se estaba
haciendo toda una mujer y por donde quiera que pasaba llamaba poderosamente la
atención de los jóvenes pretendientes, quienes ya sabían que allí no habría
cabida para ellos, porque no tenían el poder ni la plata de don (llamémoslo)
Raimundo.
El que no sabía esto
era el Sargento Rubial que aún no conocía
lo que llamaron antes la idiosincrasia y ahora llaman el carácter local, y ni
siquiera tenía conciencia de que no tendría acceso a don Bernardino y su
familia y de que la tía Amy (su amada Amy), con toda su juventud, su donaire y
su belleza exótica, era, para él, una fruta prohibida; tan prohibida como los
frutos del árbol del bien y del mal. ¿Conocen ustedes el mito del paraíso? Pues algo así.
El hecho es que
cuando una mujer tan sensible y enamorada como la tía, entrega su corazón, está
completamente perdida, condenada a salir expulsada del paraíso, sin remedio; y
eso fue lo que le sucedió a la tía, que con su corazón entregó todo a su autor.
Por sobre la autoridad de su padre y el poder y dinero de don… (Raimundo), dejó
lo que allí llamaban “su honor”, “su pureza”, “el honor de su familia” en manos
de un sargento que, afortunadamente, por ser policía, andar armado y tener un
grado alto en un pueblo de ese tiempo, logró salvar su vida, pero no llevarse a
su amada, y ni siquiera saber que ella llevaba en su seno el fruto de su amor
desesperado.
Aquella joven (la tía
Amy) fue golpeada, desechada, encarcelada en la oscuridad de un sótano,
sometida a increíbles vejaciones, vituperada, mirada como una escoria y
excluida de la familia: “Usted ya no pertenece a esta casa”; puedo imaginar que
le dijeron: “Yo ya no soy su padre, tiene prohibido en adelante llamarme papá”.
“Usted deshonró a esta familia y mancilló nuestro nombre”. Y así, por nueve
meses consecutivos, en ese encierro, nació la niña que prácticamente le
arrancaron de su seno; que no pudo sostener en sus manos ni siquiera un minuto
completo, pues ya habían preparado la escena con la anticipación requerida,
para salvaguardar la dignidad familiar.
Elvia se había casado
con un señor muy mayor a ella, creo que oficinista o funcionario del poder
judicial, de nombre Anío, quien la llevó a vivir a una ciudad muy fría y gris,
cerca de Bogotá. Pasaron un par de años y la pareja no pudo tener hijos, al
parecer porque Anío no era apto para la paternidad, de tal manera que don
Bernardino y su esposa aprovecharon la oportunidad, llamaron a Elvia y Anío, y
les propusieron recibir el producto de esta vergüenza familiar, para evitar que
la familia cayera en el deshonor y ellos aceptaron de buen grado, porque sí querían
un hijo, al menos.
Entonces Elvia y su
esposo montaron el tinglado: el contó en la oficina y la ciudad que su esposa
estaba embarazada, con lo cual no tendría que pasar vergüenza por ser un hombre
estéril y Elvia comenzó a abullonar su abdomen con trapos bien acomodados,
hasta que un día, ocho meses después recibió la razón de que debía venirse para
Onzaga, lo cual hizo, llegando allí con una rotunda barriga de embarazada
próxima a parir en cualquier momento y, unos días después, a instantes de coronar
el bebé que resultó ser una niña, fue arrancada de su madre y entregada a la
tía Elvia también estéril por matrimonio, para que tuviera ella el placer de
ser una madre sin haber concebido, gracias al parto de su hermana, sin tener
que confesar jamás a sus amigas que su esposo era inhábil para engendrar.
A Amy la sacaron
algún tiempo después del pueblo, luego de concluir el periodo de dieta, como la
señorita Amy; no gozó de su hija sino algunos pocos ratos, como sobrina, ni
gozó de su vida y su belleza, y tuvo que retener como en una bóveda triclave
todo el amor que había en su corazón, el que a ratos dejaba salir, con mucho
cuidado, cuando acunaba en sus brazos y daba tetero a sus sobrinos-nietos
recién nacidos, los hijos del tío Eusebio.
Y yo cargo en el alma un peso muy grande por no haber hecho nada.
Lo único que me
alivia fue que el viejo… (Raimundo) se quedó mamando, como dicen por ahí cuando
a uno le sale algo al revés de lo que espera. Donde estés, tía, que estés
gozando de todo lo que, de aquí, te viste privada. Un abrazo gigante.
RESEÑA BIOGRÁFICA
Humberto Torres Franco, colombiano, nacido en Guadalupe, Santander. Sociólogo, gestor de proyectos de desarrollo cultural social. Ha estado vinculado a los procesos culturales de su región durante muchos años, desde que inició su acercamiento a los títeres en el Retablillo de Loriche, cuando era un muchacho de apenas 14 años, hasta que renunció al cargo que desempeñaba en la Biblioteca Pública Gabriel Turbay, en Bucaramanga. Según sus palabras, Humberto Torres Franco no pretende ser un maestro de la literatura sino más bien, ejercer el oficio de la escritura como un ejercicio de aprendizaje.
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