LA ESKINA ISSN 1900–4168
No 22, octubre 24 de 2020
Grupo LA ESKINA: Gloria Inés Ramírez M., Gloria Elena Carrillo, Jaime Rojas Neira, Claudio Anaya Lizarazo.
-O-
Rompiendo mitos
para ser coherente
1
“El ser humano es el único ser vivo
que tropieza dos veces co la misma piedra”. Falso. No sabe hacer otra cosa.
2
“La ardua investigación científica
ha desarrollado gigantescos avances en todas las áreas del conocimiento
humano”. Falso. Querrán decir que el azar y la casualidad le han rendido frutos
a la curiosidad innata que poseemos.
5
“Conócete a ti mismo”. ¡Será para
salir corriendo!
6
“El espejo no miente”. ¡Claro que
sí! Cuando se empaña.
7
“Hagas lo que hagas el destino
siempre te alcanzará”. No es verdad. El destino fue haber llegado.
A mi gran amigo Joselillo
11
Un ave correteando por el monte es
un instante emplumado.
Tomemos con calma la incertidumbre,
total, con certezas de segunda hemos logrado armar el parapeto que somos.
10
¿Cuánta ceniza hecha de carne, de
huesos, de palabras y de sentimientos, hay en el lecho y la desembocadura d los
ríos?
Hay peces en el agua que viven de
cenizas humeantes. Hay peces en la mesa que la perpetúan.
Pero fue en Zapatoca, en la casa que hace esquina con la catedral, hacia el lado oriental, donde se “graduó” de historiador leyendo una enciclopedia de Historia Universal, de 18 tomos, entre los 8 y los 9 años. La casa-academia pertenecía a matrimonio de Carlos Serrano y Margarita Acevedo. En el ágora que es la ciudad de Zapatoca, y en el extraordinario entorno que la rodea, el oficio de pensar no puede ser indiferente. Y no lo fue. Aquí está la prueba.
Elogio de la facultad de pensar
Por Omar
Ardila,
Bogotá 2020
Pocas veces se encuentra en
el camino ardoroso de la lectura un libro que no responde a las lógicas
estructurales: con raíces y ramajes vinculados estrictamente por una idea que
ha entronizado la organicidad. Pocas veces sucede, pero de pronto, en una
vuelta de tuerca, nos cruzamos con ciertos textos que siguen otras dinámicas
que han roto esquemas canónicos y han dedicado su oficio creativo a pensar
desde la trinchera, al peligroso acto de volver a observar el mundo con
herramientas propias y acompañado solo por la subversiva soledad.
Fue imposible no pensar en la idea del libro-rizoma (que exaltaran Deleuze y Gauttari) cuando releí, ahora desde cualquier ángulo, el libro de Carlos Arturo Vargascarreño. Ese equidistante y complejo concepto de aquellos filósofos franceses, elaborado tras analizar el particular funcionamiento biológico del rizoma, nos habla de un libro que se ha desprendido de la unidad superior que lo fija a una raíz, es decir, un libro acentrado, no jerárquico y no lineal, tal como se me ha revelado Inútil no pensar. Esta asociación se vio reforzada por la segunda y posteriores lecturas, pues empecé a bucear en la obra tomando al azar cualquiera de sus apartes y me encontré con una unidad pero de lo múltiple, conectada a partir del flujo de intensidades y preocupada, antes que por significar, por trazar mapas abiertos que nos llevan a crear nuevas geografías, donde el pensar de otro modo es la máxima aspiración.
Para el autor, en efecto,
resulta inútil sustraerse al ejercicio del pensar, de crear subjetividades
reflexivas que, sin proponérselo, lo aproximan a terrenos de la filosofía, aunque
su perspicacia le permite desconfiar de esas filosofías que se alinean con los
proyectos del capital. En uno de sus aforismos dice: “Nada más peligroso que un
filósofo con los ojos puestos en Wall Street”. Y en su andar, el autor tampoco
fija las certezas en la fría razón, pues ha logrado percibir que “cuando la
lucidez se abre paso a través de un pantano ácido, la cordura extrema las
alarmas para transitar por la línea más delgada”.
Sin duda, este libro de fragmentos reflexivos nos vuelve a poner frente a la necesidad de preguntarnos, de ironizar las verdades que nos fijaron sudor y sangre, de desnudar aquellos proyectos que siguen ofreciendo paraísos ilusorios; en fin, Carlos Arturo Vargascarreño vuelve sobre la facultad más inocente, y por ello más peligrosa, la de pensar; y lo hace con agudeza, con jocosidad, con sencillez, con la fluidez de alguien que no se arredra ante la realidad, sino que se atreve a transformarla con la palabra.
Para cerrar este breve acercamiento a Inútil no pensar transcribo una muestra de esa voz punzante, vital y plenamente contemporánea: ¿Se podrá fertilizar un óvulo en los úteros que Jack desprendió a sus víctimas? / ¿Qué somos, si no la repetición infinita de un ensayo que siempre termina con presunción inacabada? / Nos prometieron un delicioso infierno. No un mar de aceites, botellas y cianuro / A los ejes de mi carreta –que hoy asumimos con nostalgia- le hemos puesto internet y entonces yo no son nostalgias de ayer como sí serán del mañana / Los dioses también reencarnarán: de catón, de plástico, de uranio, de microchip.
ESOS PEQUEÑOS DESTINOS
Por Claudio Anaya Lizarazo
Frecuento esta
tienda que tiene un par de mesas en la verja, y tomar mis cervezas aquí, me ha
servido para conocer bien a las hembras del barrio, es como un juego de la
vista que me ha llevado a disfrutar de la amistad y hasta de los cariños de
algunas de ellas. En las noches casi siempre estoy aquí, solo o acompañado.
Pero aquella noche tuve una experiencia distinta, vi que las vecinas los vieron
llegar como a las ocho de la noche. Si no es por los golpes de mirada entre
ellas y sus consecuentes comentarios, no me pellizco de nada. El señor bajó
primero del taxi, con un par de bolsas plásticas, probablemente con ropa sucia
de hospital. Pasó hacia la puerta trasera del vehículo y ayudó a bajar a su
lejana pariente; era una anciana de noventa y cuatro años, casi incapaz de
caminar y que veintitrés días atrás, según dijeron la vecinas, había sufrido un
síncope, salvándose de la muerte porque del vecindario llamaron a la policía,
institución que vino en su rescate y así inició la anciana su recorrido por cuatro
clínicas, para al final de este periplo, ser declarada de alta prácticamente
sin ninguna novedad, pero casi en el estado en que había ingresado. Yo vi al
señor tratarla con suma consideración, la ayudó a desplazarse atravesando el
jardín hasta la puerta de entrada de la casa, la anciana miró su extrañado
refugio en el cual había vivido en una soledad casi integral sus últimos
veinticinco años. El hombre, frente a la puerta de entrada, bajó los paquetes y
después de bregar con las cerraduras y los candados, ayudó a la anciana
convaleciente a entrar en su morada.
Como les dije, yo estaba en la tienda del frente, al otro lado de la calle de la casa de la anciana. Yo vi todo hasta que el señor se fue, y me fui prácticamente detrás de él, aunque por otro camino; porque entendí los motivos de su preocupación, no quise mirar más. Lo deduje por el esmero que puso en acomodar a la anciana en el mejor sillón, porque salió a buscar provisiones, desde acá, a la distancia, tras la cortina, desde esa mesa de la tienda mientras tomaba mi cerveza, vi el trajinar de ese señor en la cocina preparando la comida de la enferma, que luego le sirvió y con paciencia esperó a que ella terminara; lo vi asear los enseres, suministrarle las medicinas y al final eso fue lo que me mató: hablaba comprensivamente con ella, desde acá no se oye por la distancia, por el ruido de los carros que a esa hora todavía circulan, pero por su gesticulación lo entendí, lo entendía a cada paso, finalmente lo vi disponer de todas las sillas y butacas que había en esa casa, estableciendo ciertas rutas necesarias o vitales para la anciana; las sillas con distancia de un metro aproximado le servirían de apoyo para ir de la cama al baño, del baño a la cocina, o de la cama a la cocina; esa era la máxima preocupación del señor: la invalidez de la anciana en la soledad de la noche; la noche eterna y misteriosa que a pesar de esta época iluminada y ligera, no nos abandona nunca jamás, y nos acecha con su hocico de lobo, detrás de cada estepa iniciada en el azar de los rincones en penumbra.