LA ESKINA global , periodico cultural

viernes, 2 de diciembre de 2022

LA ESKINA global número 121

 LA ESKINA global ISSN 1900 – 4168

No.121 noviembre de 2022, laeskinavirtual@gmail.com; http//bloglaeskinavirtual.blogspot.com; WWW.ELLIBROTOTAL.COM; Bucaramanga;
LA ESKINAGloria Inés Ramírez M. (diagramación y diseño); Claudio Anaya Lizarazo (edición y dirección);
©Reserva de derechos de autor. Las opiniones expresadas en los artículos de esta edición son responsabilidad de sus autores.
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Edición en honor a la amistad; Jorge Isidro Cañas: el lector del mundo

Se cumple un año de la muerte de Jorge Isidro Cañas, el amigo, el lector del mundo, el maestro oral, quien representa a cabalidad, el cultor que pasa la posta a la generación que precede a la suya, pero no sólo en el hecho de entregar a los jóvenes los más rotundos motivos que dignifican la existencia humana, sino en dejarles esas inquietudes con las más altas exigencias, como inexorablemente sucede con quienes han visto la gran cultura en las exquisitas manifestaciones de sus obras.

LAS FASES DE JORGE ISIDRO

Por: Reinaldo Mora Cedeño

Podría pensar que era una de las referencias a lecturas pasadas y que cada vez que las citas, las vuelves recién  leídas. Al principio lo tomé así. Argüi que ese cuento de Cortazar era el único de Octaedro al cual yo no lo había leído a cabalidad, quizás no me causó el fervor que me acontece leer a Julio. Pero no te acordaste del todo del argumento y presumiste que yo sí lo tenía muy claro, y vagamente intuí que lo había leído y también no lo recordaba del todo, sin embargo te prometí volverlo a leer letra a letra tan pronto concluyera nuestra  charla, charla esta vez inhabitual. Una de estas tres últimas charlas que nunca más volveríamos a tener.

Fui a buscar el cuento y lo escuché en voz alta, y descubrí que eras el personaje y eras tú a su vez; y no estás en una casa grande acomodada para varios personajes, sino en un hospicio, librando una batalla en busca de un milagro que te sanara lo insanable. La medicina no acudió a ti como debía, quizás por negligencia de los oficiantes, o tal vez por el literal sin remedio. Pero ninguna de las voces que te visitaban sabían de tus fases, y no es que fuera lo más importante, no, sino que las señales, tus fases, el final del final, sería de un aliento literario, no era para menos.

Me dijo Angie, la enfermera que te cuida, que en un momento, de los pocos días que te faltan, serían las fases, aunque Angie no sabe lo de las fases, solo yo sé lo de las fases, y ni siquiera tú lo sabes, es que es como un invento mío que se suscitó a tu recuerdo del cuento de Julio, premonitoriamente hablando, y a manera de despedirme de ti, ahora que tu casa, tu casa, tu cuerpo, de toda la vida se incendia, arde hasta las cenizas. Tu cuerpo se destruye, déjalo y salta por la ventana, sálvate tú de esa casa: ya no es tuya.

Otros rostros y otras palabras te visitan, pero aventuro que quienes te visitan no van con las mismas intenciones que las mías, sé de algunos de tu familia, por referencias tuyas, y solo distingo a Mónica tu sobrina, y ahora a Socorro, tu hermana, por la voz del móvil, y yo solo soy un paliativo que ni tú mismo ya sientes. O quizás lo intuyes: levantas la mirada con esfuerzo y me dices: el futuro nos espera para inmolarnos y te sonríes de verme ahí hablándote con mi mirada de tristeza.

La morfina hace su movimiento y es ahí donde aparece una de las fases: la de los libros de historia de Grimber, de los doce tomos que a través de años leíste uno a uno, tres veces, uno cada uno y los grabaste en tu corazón que es donde queda la memoria. Y yo no sabía qué tanto los tenía prendados hasta que en tus balbuceos me cubriste con el secreto de que tu mente, o tu corazón, tenían metidas todas las páginas, como un Funes, el memorioso y, además, me descifras también de que escribiste tres libros: dos de ensayos y uno de historia, cada uno con muchas páginas, y luego me susurras que tienes en mente unas cuantas notas referentes a mi novela: “No en mi nombre” la que escribo sin mucha suerte o tal vez sin ningún ímpetu y sabes más de ella que ni yo mismo.

El ámbito: me gusta esta palabra para ubicarme donde estoy, para decir que lo que nos habita ahora son un montón de palabras cuyo destino es decirnos las últimas cosas. Aprendiendo a estar muerto, casi nadie ensaya eso, a estar muerto. Hoy no hay, como en el cuento de julio, unos rostros dándole ojos a las fases del personaje. No, estoy solo yo mirando la quietud de la vulnerabilidad en todo su esplendor, qué sé yo, qué sabes tú, de si fue una mala atención de los uncólogos por cuenta y gracia de la caridad. Uno nunca consigue que lo miren como quiere que lo miren, y más para ofrecerle a uno un remedio decoroso para la vida, aun teniendo poder para exigir, y sin tenerlo, peor.

“Todo está como quieto, como de alguna manera congelado en su propio movimiento”. Y entonces, en medio de ese silencio, supuse que ibas a hablar, aunque no tenías con qué hacerlo, pues tu habla ya se te había ido para siempre. Percibí, y en ese momento miré a los lados buscando un testigo que aprobara lo que iba a acontecer, que te ponías más lucido que en todo el tiempo de tu vida y en todo el tiempo de este lento desprendimiento. El semblante lo decía: tus palabras celebraban tu último discurso y, a su vez, una confesión, la última también.

“Uno se va olvidando de la hora en esos casos, o es al revés y la hora se olvida de uno” y, sin desconocer los pasos y las conversas de los de al lado, tus colegas de hospicio, de Angie la enfermera y las damas benévolas ad honorem que invierten tiempo en compasión, descubro que reside en ti la intención de regurgitar, toda una suerte de disquisición, como si supieras que vas a morir muy pronto y sé que no lo sabes pues guardas un resquicio de esperanza o un milagro inesperado que sin llamarlo llegará.

Y sí, ya no tengo duda, vas a hablar, se diría conversa magistral, pero para quién y ese quién soy solo yo. A nadie en este planeta podrías hablarle de lo que intentas, soy el saco de tus últimas lecturas o lo que discurres de ellas. Eres un lector tan culpable como yo, culpable en cuanto uno es un lector voraz que sabe que lo que uno lee es muy poco así tenga todo el tiempo y recursos para hacerlo, no es posible leer todo lo que uno quiere. O no es posible haber leído todos los libros.

Tu cara enflaquecida empieza a retocarse a sí misma, como si un lápiz invisible acudiera a raspar una máscara y dejar un rostro vital ungido de expresión. Y tus balbuceos, después de un carraspeo, se trasforman en una voz, la voz de antes o la de siempre, segura, que iba a participar en tus fases.

Pero me distraes un poco por tu intento de quedarte callado, pero hablas: No hay nada que decir, ha ocurrido así y no hay nada que decir. Inútil murmurar cosas tan sabidas.

Y de los tomos de la enciclopedia, no sé qué tiempo gastaste para leer cada uno: fuiste leyéndolos, adicionándoles comentarios, como páginas de entendimiento. En treinta años los leíste en periodos de diez, sin prisa y con pausas. La primera vez, al dártelos en préstamo hubo una condición de que como el oro de los títulos en la carátula se le estaba borrando, entonces a cada uno los forrara con algún plástico transparente y adecuado. Y así, diez años después volviste a releerlos, quizás como Borges decía, lo importante es volver a ellos. Y en la tercera década, ya en medio de este incendio de tu casa me los pides con mucho apremio, para llevártelos en tu memoria.

Queriendo acaso decir que si es posible llevarse uno algo y revertir aquello de que nadie se lleva nada. Creo que al tomarlos en tus manos, por ósmosis, los plasmaste en tu corazón, no era posible saber de qué otra manera.

La fase de la Historia Universal de Grimber lo inició después de que le ayudé a ingerir unas gotas de agua, se tomó un tiempito para observarme y se sonrió a sabiendas de mi asombro. Al principio amontonó una frase sobre otra y acabando por hacerse un lío, me dio a entender que vaciará de alguna parte de la memoria, lentamente, como un gotear de filtraciones, su primera de las tres fases, sus tres últimas fases; que suerte, encantarse con algo que te llamó tanto la atención.

Al principio no advertí aquella obsesión. 

No es Jorge y es, no obstante, él. Era vuelto un personaje encarado como un actor; que puso sus palabras adelante y empezó por recuperar de su memoria recuerdos, presencias. Paró en seco, y quedó callado. Yo también quedé fuera de lugar. Solo quedaba esperar, no tenía con qué apurar nada, pues no sabía qué podría acontecer. Al principio no advertí su actuación, pero después cada palabra, cada frase, cada entonación, no era sino una página tras otra de uno y otro de los tomos, su pretensión, cada que hablaba, era una lectura perfecta sin libro a la mano. De Roma a Francia o a España, De siglo en siglo, de año en año, de una a otra página. A poco me di toda la cuenta de que la enciclopedia estaba dentro de sí a manera de lectura inmediata en todo su pensamiento. Se río.

Y a manera de intercalar entre una y la siguiente fase recordó una de las tantas lecturas con que suele interrumpirse inclinándose, dijo: Creemos seguros que hay un solo ocupante en esta estructura… de carne y alma, me muestra y se muestra, porque esto es lo que es, este cuerpo, ya sabe… es una envidiable residencia que no se alquila amueblada por siete, veintiuno, cuarenta y uno, setenta y dos años, ¿esos tengo?, ¿los que sean? Y al final el inquilino traslada sus cosas… poco a poco… y luego se marcha de la casa de golpe… y ésta se viene abajo convertida en una masa en ruinas y decadencia. Usted es el dueño de la casa, admitamos eso, pero nunca se percata de la presencia de los demás… criados de pisar quedo, en los que apenas repara, a no ser por el trabajo que realizan… trabajo que usted no tiene conciencia de haber hecho, o amigos… estados de ánimo que se apoderan de uno y le hacen ser un hombre distinto, como se dice vulgarmente. Usted es el rey del castillo, ciertamente, pero puede estar seguro de que allí están también instalados tranquilamente unos u otros. Es que el interior de esta residencia es, en realidad, un campo en que luchan distintas personalidades.

Y de los dos libros de ensayos y el de historia y las notas o apuntes de mi novela, se me volvió un nudo indescifrable. Sé de tu espanto a la página en blanco y que en tu vida nunca mencionaste una máquina de escribir y menos un ordenador, si acaso unos papelitos con tu letra vacilante, y, ahora me dices que tienes un guardado de tales dimensiones; me colige creer que soy un Max Brod, ni más ni menos, guardando las proporciones. Pero te creo, el antecedente de los tomos en tu memoria respalda mi credulidad. Estás en dos limbos, el de tu fin y el de tu creación con un solo testigo de tu asombro y mi asombro, atendiendo que asombro viene de sombra. Te quedas callado y no oyes mis preguntas, solo estás hacia afuera, diciéndome, estoy sordo incluso para tus gestos. Angie, la enfermera, al pasar me mira mis rostros, no hablo pero grito. A nadie, lo sé, a nadie, aquí y afuera podría inquietarle lo que me inquieta: el rescate de esa obra escrita en alguna parte de su isla, y, dónde está esa isla, cómo adivinar el dónde. Sigue callado. No tiene intenciones para nada. Me alcanzas el brazo y dices: veras que si pones atención al capítulo del Vagabundo Espiritual de tu novela; desde ahí de ese teatro, de esa descripción, de ese torrente, terminarás tu obra. Envuelve en ese ámbito toda la historia, no te salgas de esa burbuja, es tu salvación.

Entonces supe que también tu obra estaba en la biblioteca de tu memoria. Adiós.

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JORGE ISIDRO CAÑAS – EL HOMBRE, EL COMPAÑERO, EL AMIGO

Por: Humberto Torres Franco

No tengo con precisión en mi mente, clara la fecha en que lo conocí, porque en esa época a uno no le importaba eso y porque entre menos datos tuviéramos de las personas que se juntaban con nosotros, pues mejor; no había nada que le pudiesen sacar a uno en una investigación policiaca, pues en esos tiempos éramos objetivo cierto de la chota, como llamábamos a la policía que patrullaba las calles oscuras de Bucaramanga, por las que deambulábamos casi siempre después de salir de la casa de nuestro amigo Wilson, por los lados de la Clínica La Merced, una de las más importantes y utilizadas por ese entonces.

Digo verdad cuando afirmo que no recuerdo con exactitud la fecha; fue algo pasajero, de sólo un momento, mientras yo salía de la casa de mis padres para ir, junto a Carlos Humberto y el “man” con quien venía acompañado, hacia la casa de Wilson sitio en el que nos reuníamos, noche a noche, un grupo, tal vez el más amplio en la ciudad, de los que nos autoproclamábamos nadaístas, porque hicimos nuestra la proclama del compañero Gonzalo Arango, recogida desde un sitio no definido del llamado eje cafetero.

Él, el “mancito” nuevo, el que llegó hasta la puerta de mi casa acompañando a Carlos Humberto, hablaba bajito; en un tono bastante bajo, con timidez, como si tuviera miedo de que se oyera su propia voz, y yo, un poco sordo desde entonces, no alcancé a captar bien el silabeo de su nombre, pronunciado entre los dientes; parece que era Jorge y otro nombre que no capté. Esa noche, rato después de haber llegado a donde Wilson lo supe bien, porque Carlos H hizo la presentación del nuevo miembro. Era Jorge Isidro Cañas; así, no más, y se presentaba siempre él como Jorge Isidro, y se embejucaba porque siempre, siempre, siempre, indefectiblemente, le preguntaban: - ¿Y… su apellido?  Entonces su cara se ponía roja, arrugaba las cejas y bajando la mirada a la punta de sus zapatos, respondía de mala gana: ¡Isidro… es mi apellido!... y la gente sonreía burlonamente, aunque nosotros ya no lo hacíamos y, cuando esto pasaba, los que respondíamos por él éramos nosotros: Isidro es su apellido; se llama Jorge Isidro Cañas!...

En esas reuniones de casi todas las noches en casa de Wilson, donde su madre y hermanas nos atendían muy especialmente porque con seguridad pensaban que valía la pena lo que hacíamos, que algún día podríamos ser importantes o hacer un aporte valioso a la literatura, al menos santandereana, entre tintos, obsequio de las anfitrionas, y cigarrillos que fumábamos como si se nos fuera a acabar el mundo, leíamos lo que habíamos escrito durante el día: poemas y relatos, teatro y títeres, guiones, según la disposición de cada uno.

Constituíamos un grupo “raro” para muchas de las gentes que nos veían andar por las calles de una Bucaramanga aún muy tradicional y conservadora. Nunca fuimos más de diez integrantes y una vez salíamos de casa de Wilson, íbamos hasta la entrada de la UIS, volteábamos y pasando por un lado de la rotonda del Caballo de Bolívar, seguíamos derecho la Carrera 27, pero no por los andenes, sino que hacíamos fila india y la recorríamos, pisando la línea de separación de los dos carriles que entonces había, hasta llegar al Barrio Conucos, último desarrollo hacia el Sur de la meseta.

Desde luego, todos fumando (menos Jorge Isidro), cantando en voz alta alguna canción pegajosa de entonces como el submarino amarillo y vestidos de una manera diferente a los demás jóvenes de la ciudad: generalmente camisetas de las conocidas como “amanzalocos”, pantalones con las botas deshilachadas y sandalias de peregrino, y con nuestro cabello un poco largo y casi siempre despeinado. Nosotros “no le comemos al pueblo” decíamos siempre y respondíamos de mala manera y sarcásticamente cualquier reparo de las gentes al pasar. Me llamó la atención que Jorge Isidro siempre iba bien vestido; buenos y elegantes pantalones de gabardina, dacrón, paño-lana, terlenka, y camisas de muy buena confección, creo que algunas “de marca” aunque entonces eso era lo que menos importaba. Él desentonaba, a la vista del público, en nuestro grupo, por su elegancia; creo que lo que ganaba en finca raíz y otros negocitos lo invertía todo en su presentación personal. Aducía que era necesario para el negocio. Él iba siempre con nosotros, casi nunca estuvo ausente de nuestras reuniones, pero nunca le oí proclamarse nadaísta; creo que admiraba a Gonzalo y a otros como Jota Mario y hasta Pablus Gallinazo, pero él, lo que se dice él, nunca fue un nadaísta.

En esos y otros recorridos que hacíamos por sitios menos recomendables, luego de las lecturas, fui conociendo a Jorge Isidro, el hombre; la persona que él era y la que él quería que todos nosotros conociéramos, porque no hablaba mucho de sí ni de su casa ni de su familia. Poco a poco pude ir sabiendo que tenía muy pocos amigos. Que en el barrio donde estaba su casa, la casa de su familia, no tenía amigos, en absoluto; allí no hablaba con nadie, no se congraciaba con ningún vecino, tal vez porque consideraba que no estaban a su altura intelectual, porque lo que es él, era un cultor del intelecto.

Era un incansable lector que devoraba libros al dos por tres; tal vez él, de entre todos nosotros, era quien más leía, y no cualquier cosa, como nosotros que leíamos todo lo que nos caía en las manos. No, él era en eso sumamente selectivo y sólo se quedaba con lo mejor: la mejor literatura de cada tendencia, los filósofos y pensadores más destacados de cada escuela, los más eximios poetas, dramaturgos, etc. Creo que él, al irse, ya había leído a la mayoría de los escritores reconocidos de occidente. Pero una cosa era leer, cultivarse, y otra hablar; en eso era muy parco y cuidadoso, como toda persona que piensa mucho lo que va a decir, para decirlo bien.

Pienso hoy que en alguna parte debieron quedar escritos de él, porque sí escribía; yo fui testigo de eso, porque él escribía las presentaciones de los catálogos de las obras de teatro que yo montaba y de las exposiciones de algunos amigos pintores. Incluso en una oportunidad se dedicó a estudiar la técnica de escribir guiones para películas y estuvo en Bogotá participando en uno o dos concursos y convocatorias para hacer cine que, como todo en este país, cuando uno no tiene dinero ni padrinos políticos, no sale, no pega, no logra triunfar en algo, así tenga todo el talento del mundo, y menos en eso del cine. Bueno, ahora es un poco menos trabajoso llegar, pero en esos tiempos era cosa bien difícil.

Ya dije que Jorge Isidro no fumaba. Y no fumaba sencillamente porque no sabía fumar; nunca aprendió, tal vez porque en su casa nadie fumaba, ni tuvo pares en su adolescencia, que lo hicieran. Lo digo, con toda seguridad, porque una noche de esas en que caminábamos en grupo, atravesando la ciudad por sitios poco recomendables, en la casi total oscuridad, decidimos conseguir un poco de marihuana para probar, lo cual era bastante difícil y debíamos acceder a sitios casi que, del hampa, para conseguirla, y cuando logramos adquirir un veinte para armar un taco, pues nos encontramos con la dificultad de que Jorge Isidro no podía probarla porque no sabía fumar.

Entonces yo me ofrecí para enseñarle a aspirar y gasté más de una hora y un paquete de cigarrillos continental y no fue posible porque el hombre se ahogaba cada vez que intentaba aspirar el humo, de tal manera que hubo que dejar la cosa así, conseguir unas Mandrax para él y el resto dimos cuenta de la marimba. Claro está que las pepas le sentaron muy mal a Jorge y le dio de todo, de tal manera que esta fue su primera y última experiencia con esas cosas, creo yo.

Dije antes que no recordaba con exactitud en qué fecha nos habíamos conocido y es cierto. Lo que recuerdo muy bien es que éramos jóvenes, experimentando con muchas cosas de la vida y amábamos la literatura, queríamos ser escritores, hombres de pensamiento, libres, éramos contestatarios, rebeldes y queríamos cambiar el mundo. Nos diferenciábamos de otros movimientos de vanguardia surgidos en la época, pero también teníamos algunas cosas en común, como el rechazo al imperialismo, al intervencionismo en Vietnam, a la orgullosa y despótica forma en que los norteamericanos se paseaban por el mundo creyéndose sus guardianes, a querer cambiar el mundo por uno más amable, etc. Yo tendría unos 14 años cuando conocí a Jorge Isidro, o sea que eso tuvo que ser por ahí en 1966; a partir de entonces, fueron muchos los encuentros que tuvimos por diversas circunstancias y se fue generando entre ambos una gran simpatía intelectual.

Hablábamos mucho y él comentaba casi siempre para mí las lecturas que estaba haciendo en el momento. Era un asiduo lector de Nietzsche y encontró en el cura Mejía, párroco de Campohermoso y admirador del filósofo, alguien con quien compartir lecturas, discutir el tema y conseguir nuevos libros.  Mis intereses estaban más por la literatura y por la historia y, en ese campo, compartimos muchos momentos y libros que yo compraba, leía y compartía con él, como las obras completas y las obras selectas de Nikos Kazantzaki, Frank G. Slaughter, Frank Yerby, Aldous Huxley, Lajos zilahy, algunas ediciones de El Quijote, obras de Shakespeare, Calderón de la Barca, García Lorca, Protagonistas de la Historia, obras del teatro moderno de Eugène Ionesco, Samuel Beckett, Nikolái Vasílievich Gógol, Bertolt brecht, Jerzy Grotowski, Stanislavski y otros que ya no recuerdo muy bien. En esos tiempos yo hacía teatro; fui actor y luego director de varios grupos, en algunos de los cuales me acompañó Jorge Isidro como asesor.

Jorge Isidro nos acompañaba a todas partes, compartía con nosotros, digo con Carlos Humberto y conmigo, y a veces, con todo el grupo, las reuniones de café helado, té y bizcochitos en la pastelería Berna de la carrera 17, donde comenzó este conocido negocio y se mantuvo por varios años, y era uno de los principales puntos de encuentro de nuestro informal grupo. Nos acompañaba a las reuniones de la noche en casa de Wilson y a las caminatas que hacíamos por la 27, para finalmente despedirse hacia las 11 o 12 de la noche y bajar a pie hasta su casa. En general, podía estar con nosotros casi todo el día y creo que las únicas familias que sintió como suyas fueron la de Carlos Humberto, mi primo, y la mía, en cuyas casas tenía entrada e incluso compartió comidas y festejos y algunas veces se quedó a dormir.

Entre ambos se generó una gran amistad que hizo un alto en 1971 cuando yo me trasladé a Bogotá para atender algunos asuntos del trabajo y estudiar derecho en la Universidad Libre de Colombia, pero lo volví a encontrar de nuevo a finales de 1977 a mi regreso a Bucaramanga y nuestra amistad continuó, incluso fuimos socios en una oficina que yo monté de finca raíz, pues él era un experto en esas lides y, en efecto, vendimos entre juntos algunos lotes, casas y apartamentos, entre 1978 y 1981, en que yo cerré la oficina para dedicarme a otros asuntos y él se asoció con un corredor de finca raíz como él.

Por mucho tiempo lo perdí de vista, aunque en algunos momentos nos cruzamos y nos saludamos y hablamos como siempre, por unos breves minutos, pero la vida de cada uno transcurría independientemente, hasta que llegó la pandemia y un día, luego de publicar un libro al que titulé “La Piel de Gallina y otras especies amenazadas”, mi corrector, atando cabos, descubrió que yo era amigo de Jorge Isidro y telefónicamente me informó de las circunstancias de salud en que se encontraba él y, por supuesto, me compartió el número celular y la dirección donde se encontraba en Bucaramanga. Tuvimos una larga charla y yo le pregunté en qué le podía servir; qué quisiera él que yo hiciera por servirle de alguna manera en estos momentos en que un cáncer agresivo le estaba quitando rápidamente la vida, y él me dijo que lo que más quería era leer mi libro, hacerme comentarios y comerse un arroz atollado bien trancado, pero no solo para él sino para todos sus compañeros de alojamiento en el albergue del municipio de Bucaramanga donde lo atendían ahora, lo cual me asombró, porque no sólo pensó en él sino en todos sus compañeros de desdicha.

Unos días después, el domingo para más señas, me trasladé con mis hijos, nuera y yerno, hasta el albergue con un par de ollas repletas del arroz que él pidió, bebidas para todos y como postre, obleas de Floridablanca. No volví a ver más a mi amigo Jorge Isidro debido al aislamiento impuesto por la pandemia y unos meses después recibí el aviso de que estaba muy enfermo e intenté hablarle para despedirme, pero no fue posible; la enfermera prometió llamarme tan pronto pudiera pasármelo, pero no lo hizo. Luego me avisaron que había muerto.

No pude ir a despedirlo, pero sentí la partida del amigo de mi juventud con quien compartí tantas cosas, tantos momentos maravillosos e irrepetibles y tantos intereses comunes. Espero que, por su particular forma de ser, por su amabilidad, don de gentes, generosidad y otras muchas virtudes que adornaban su persona, haya merecido llegar al cielo de los escritores, de los guionistas y críticos del arte y la literatura, y que donde quiera que esté, en este momento, disponga de un ambiente tranquilo y fresco, tenga frente a sí un buen café, un equipo tocando música hindú que era la que él decía que le gustaba y una hoja de papel en blanco lista para escribir el siguiente guion cinematográfico, o la siguiente nota crítica. Buen viento y buena mar compañero; espero que hayas llevado sobre tus ojos las monedas para pagarle el viaje a Caronte.

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Negroni

(El talento es una flor silvestre)

 En memoria de Jorge Isidro C.,

fallecido en noviembre 21 de 2021, 3pm

(año 2 de la pandemia).

Por:  Claudio Anaya Lizarazo

Lo casual i lo accidental, siendo dos conceptos diferentes en sus circunstancias de origen, tienen vasos comunicantes entre sí, tantos, que a veces se les puede confundir. Hago esta pobre reflexión, porque el día en que apareció ante la barra del “Aula Máxima-Bar” mi amigo Jorge Isidro, lo primero que pensé fue que había llegado aquí por casualidad, pero después de saludarnos con la inevitable efusión de un reencuentro al final de tantos años sin vernos, me comentó que, con su acompañante i socio, habían estado buscando una dirección para un negocio de compraventa en finca raíz. Después de muchas vueltas i revueltas habían llegado a la conclusión de que esa dirección no existía o se la habían dictado mal. En vista de esto i del calor que hacía, habiendo avistado el anuncio de este bar, decidieron entrar a tomar algo para refrescarse i de paso revisar sus agendas.

—Hoy ha sido un día muy accidentado  —dijo, jocosamente, Jorge– Pero mire que, si no es por todos estos accidentes, no nos hubiéramos encontrado.

Pensé fugazmente en lo accidental i en lo casual, e inmediatamente les pregunté qué deseaban tomar. Jorge pidió agua mineral i su acompañante pidió cerveza. Entonces yo les dije que el reencuentro ameritaba algo más en forma, además invitaba la casa, i acordaron que yo les recomendara la bebida; así les parecía bien.

Entonces les recomendé el Negroni, e inicié su preparación. Jorge Isidro se empinaba un poco para alcanzar a ver mi mesa de trabajo:

—Maestro, i  ?qué lleva eso? —me preguntó, i yo, barman por vocación, con agrado le enumeré los ingredientes del Negroni:

—En este vaso mezclador deposito hielo, vierto un ponny de ginebra, agrego un ponny de vermouth rosso, más un ponny de campary; agito i sirvo en esta copa coctel —acción que repetí, pues ellos eran dos.

Después de servir la segunda copa i mientras hacía las espirales de naranja, Jorge volvió a preguntar:

—I, ?no lo patea a uno?

—No  —le respondí— Si no pasa del tercero.

Les serví sus copas i se excusaron para retirarse a una mesa a revisar algunos apuntes de trabajo. Yo les di mi venia i me quedé pensando en Jorge Isidro i en los talentos desperdiciados en este país. Recordé que, en mi juventud, Jorge fue un maestro iniciador en las lides de la lectura i la literatura, de varios jóvenes de mi generación. Aún después de muchos años, en encuentros i conversaciones recordadas ahora, lo veo tal vez como el mejor lector que he conocido, de paladar exquisito por los libros i los autores raros que siempre se le ha visto frecuentar, hombre polémico i crítico de la política, la economía i la cultura, excelente ensayista en algunas publicaciones de los años ochenta; hombre que siempre ha conservado el gusto por la gran literatura, i la música clásica del Siglo XVIII hacia acá, pero ante  todo, un maestro oral.

El  tiempo  lo  ha  trabajado,  es  cierto,  pero  el  tiempo   nos trabaja a todos. Como quien dice: “El Tiempo tiene tiempo para todos”. ¿Quién sabe en realidad cómo me vean a mí, tras esta barra? Claro que Jorge demuestra  a  las  claras  ser  una  célebre  víctima  de  la crisis económica, de la desigualdad de esta sociedad. En él se percibe este patetismo, precisamente por tratarse de una persona con gran talento, que no tuvo oportunidad. Si no hubiera tenido talento, sería una persona más en la estadística i en la calle, pero nosotros que lo conocemos, sabemos la dimensión de lo malogrado. Si él supiera de mi pensamiento al respecto, lo desaprobaría, aunque es más posible que mis cavilaciones lo hagan sonreír ante lo cursi o lo mediocre de los seres humanos, lo sé.

La  tarde  se  deslizó  suave  i  sosegada,  pero  avanzó.  En algún momento miré hacia la calle, desde mi puesto de trabajo, tras la barra, i vi el característico arrebol de esta ciudad, compuesto por un rápido cambio de colores desde amarillo encendido al naranja, para pasar al rojizo i al violeta, i terminar en un pizarra lento, cargado de humedad, con hondo semblante de angustia… Minutos después, cuando Jorge Isidro i su acompañante se acercaron a la barra para despedirse, i él me preguntó por el origen del coctel, pues le había encantado, recordé un detalle que en su vida siempre me ha parecido muy particular: su afición por la historia i las biografías de los grandes personajes, entre ellos Napoleón, i pensé en las casualidades que establecen las conexiones o en las conexiones que pueden configurar lo accidental, i le dije:

—Este coctel es de origen italiano i es llamado Negroni. Tiene su conexión con la historia, pues la persona que lo creó, el señor Pascal Olivier Conde de Negroni, entre sus muchas actividades i cargos, fue un importante general que, en el mes de agosto de 1870, mereció ser condecorado por el “gran” Luis Napoleón.

El dato le pareció curioso i se despachó con un discurso histórico sobre Napoleón i sus descendientes, i de los personajes que dirigieron a la Europa de finales del Siglo XIX. Esto corroboró una vez más a mis ojos, su gran cultura histórica i biográfica, pero no era un estudioso nostálgico de las grandes personalidades, sino que en realidad su motivación era el estudio del ajedrez de la política i tal vez el registro de los hechos que, con el tiempo, según sus propias palabras, llegamos a ver como históricas  ironías; pensaba que el absurdo mueve el mundo.

—Maestría, —exclamé pensando en qué es casual i qué es accidental, i tontamente le pregunté— ?La historia es casual o es accidental?

I él, a modo de despedida, me respondió:

—La historia tiene muchos factores i entre ellos están estos dos, pero ya sé dónde trabaja,  le prometo que vuelvo con tiempo.

Yo me quedé pensando en la ironía o en la paradoja, de que él, siendo alguien incógnito para la actual sociedad de marcado sinsabor exitista i efímero, tiene un gran conocimiento de la historia i sus personajes, alguien a quien sus extensas lecturas i reflexiones le permiten saber de dónde venimos i para dónde vamos, alguien a quien, un día el tiempo le dará alcance  i  desaparecerá  como  un  maestro  oral  sin que  nadie  lo note, él, que sabe cómo ha desaparecido la gente importante i cómo desaparece la gente común i corriente, sabe que, cuando las máquinas nos hayan remplazado i cuando la única forma de conciencia  que  nos sobreviva sea la de poderosísimos i microscópicos circuitos electrónicos que inclusive desarrollarán conciencia, sabe también que esa conciencia en alguna fecha llegará a su fin, i no sobrevivirá nada al orbe de las cenizas.

LA ESKINA global es un proyecto cultural de distribución gratuita.

LA ESKINA global proyecto cultural y educativo.

Edición y dirección: Claudio Anaya Lizarazo.
Diseño y diagramación: Gloria Inés Ramírez Montañez
Bucaramanga, Colombia.

viernes, 4 de noviembre de 2022

LA ESKINA global 120

 LA ESKINA global ISSN 1900 – 4168

No.120 octubre de 2022, laeskinavirtual@gmail.com; http//bloglaeskinavirtual.blogspot.com; WWW.ELLIBROTOTAL.COM; Bucaramanga;
LA ESKINAGloria Inés Ramírez M. (diagramación y diseño); Claudio Anaya Lizarazo (edición y dirección);
©Reserva de derechos de autor. Las opiniones expresadas en los artículos de esta edición son responsabilidad de sus autores.
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Reseña biográfica
de Jorge Eliécer Pardo

Escritor tolimense, nacido en El Líbano en 1950. Ampliamente publicado y traducido a diferentes idiomas. Ha publicado:

 Novelas:

Trashumantes de la guerra perdida (Pijao Editores – Caza de Libros, 2016); El pianista que llegó de Hamburgo (Cangrejo Editores, 2014); La baronesa del circo Atayde (Cangrejo Editores, 2015); Seis hombres una mujer (Grijalbo, 1992); Irene (Plaza & Janés, 1986); El jardín de las Weismann (Plaza & Janés, 1979).

Libros de cuentos:

Les voiles de la mémoire (Éditions Folle Avione, 2016); Los velos de la memoria (Ediciones Vericuetos, Francia, 2014); Cuentos -antología personal- (Pijao Editores, Colección maestros contemporáneos, 2014); Transeúntes del Siglo XX (Biblioteca de autores del Líbano, 2007); Las pequeñas batallas (Pijao Editores, 1997); La octava puerta (Editorial Oveja Negra, Biblioteca de Literatura Colombiana, 1985); Las primeras palabras; en coautoría con su hermano Carlos Orlando Pardo (Pijao Editores, 1973).

 Libro de poemas:

Entre calles y aromas; Premio nacional de poesía (Pijao Editores, 1985).

PISO 20

Seríamos dueños de un espacio elevado, de un sitio donde no temiéramos clavar una puntilla, romper una pared para instalar un acuario con vidrio de aumento —los ojos gigantes de los peces, abriéndose y cerrándose en una música invisible—. Con la nariz y la boca tapadas con su pañoleta de colores —con dibujitos precolombinos—, mi mujer está a punto de vomitar en el ascensor. Me endilga con sus ojos verdes —más verdes detrás de sus gafas empotradas en el marco de nácar—, me habla como sólo ella y yo podemos entendernos en un ascensor, del edificio del centro de Bogotá donde un amigo costeño nos mostraría el apartamento.

Las publicaciones de las lonjas, los avisos clasificados de los periódicos, los cartones invisibles en las ventanas, esa parafernalia para un nuevo propietario, nos agobiaba de tal forma, que preferíamos contarles a amigos y familiares para que nos proporcionen datos de apartamentos en venta.

El Costeño —en dos horas—, nos tenía tres citas y cinco posibilidades. Sólo perderíamos unas horas y alimentaríamos la ilusión de comprar aquel sitio soñado que construíamos en las noches mirando el techo, distribuyendo la biblioteca, la chimenea, las plantas, reconstruyendo la urna rococó de nuestra vida barroca.

El Costeño despide un aroma de colonia extranjera que reconozco como de juzgado o comisaría, como de Corte de Justicia o de Congreso de la República. Emerge —creo—, de sus axilas, traspasa el chaleco de paño —espalda de satín—, las solapas anchas de su traje y busca el olfato de los recién llegados para sacar no una admiración sino un repudio. Al principio, a mi mujer no le preocupa demasiado el olor del Costeño por parecerse al que soporta en su oficina estatal, propio de los profesionales del Derecho y la burocracia; tampoco sus uñas esmaltadas ni su corbata ancha de colorines ni su parlamento desmesurado ni el pelo brillante por la gomina ni los precios que recita como cifras de lotería.

Penetramos al edificio luego de abrir las hojas corredizas de la portería —como entrada de inspección policial—, extrañándonos que los agentes privados de la propiedad no nos detienen. Saludan al Costeño como amigos recientes y él nos conduce, sin rozarnos, hasta el ascensor. Un hombre flaco, con una joroba incipiente, lentes verdes y opacos, tose, pegando su aliento en un pañuelo de tela arrugada. Saluda al Costeño en una de las pausas de la tos y espera que el aparato separe sus puertas automáticas para tomar un poco de aire. Vamos al piso 20, por ello, en el 17, el Costeño tiene espacio para presentarnos al hombre. Él pasa el pañuelo a su mano izquierda y me tiende la derecha, aún húmeda. Al estrechar los dedos finos de mi mujer nacen en su garganta el ansia y el vómito, pero lo aguanta mientras el hombre busca de nuevo el aire que proviene de los pasillos, cada vez que las personas abandonan el lugar.

Es el dueño del apartamento que mi mujer y yo pretendemos comprar. Su joroba como su sonrisa sarcástica cada vez que intenta hablar de las excelencias del inmueble, nos llenan de angustia pero luego la paz de su rostro adquiere la extraña y hermosa forma de quien lo ha perdido todo y no le queda más remedio que esperar la muerte, sentado en una silla de terciopelo raído. El Costeño de dice doctor, y mi mujer y yo le llamamos doctor. Posee dos apartamentos, «la persona que tenga opciones de vida, puede aún ser feliz. Mientras arreglan el grande, vayamos a ver el de menor área… ¿tienen niños?». En realidad esa pregunta nos molesta, no porque nuestros hijos sean problema, sino porque hay en “sí” una explicación que preferimos no dar a desconocidos. «Dos», dice mi mujer terminante, evitando cualquier réplica. El hombre tose entre los pliegues del pañuelo blanco y no le importa.

El apartamento pequeño está vacío. Estrecho y oscuro, descuidado y con la cal de las paredes, desdibujada. El Costeño nos entusiasma, señala el paisaje urbano desde las ventanas; nos lleva a la sala y dice, casi al oído, (con aliento de tabaco) que debemos aprovechar el precio, «no pueden conseguir algo igual, en pleno centro, por ese dinero». En una de las habitaciones reposa, como en el aire, una cama de cobre que saca admiración a mi mujer, de columnas rectas, altas, herraje europeo y rodachines en las patas; de redondeles y curvas… años jóvenes de ese hombre que dijo no venderla a la pregunta de mi mujer.

Los corredores del edificio, rojos, brillantes, solitarios, relucientes. Corredores de hospital, apartamentos con puertas metálicas, dos seguridades… Arriba, los números iluminados con luz fluorescente escondida en láminas plásticas. Nuestras zancadas, detrás del doctor, del sonido de las llaves; sus pasos chirrían como pisadas de moribundo, los nuestros, persiguen las huellas no marcadas, avanzan tras la tos y el olor, de sus pantalones, a mierda seca, de sus axilas, a rancia sensación de muladar.

Al abrir la puerta del segundo apartamento, el aire que proviene del interior se mezcla con, la loción del Costeño, la mierda de los pantalones del doctor, el tabaco del aliento, la tos, el aroma suave que lleva mi mujer en sus ropas y mi propio sudor. Es un amasijo extraño que aviva las ansias en la garganta de mi mujer. Nos aventuramos a la penumbra, con la brújula del olfato.

«Duplex», dice el doctor. El primer nivel tiene un baño blanco; por supuesto el olor de los papelas untados de excremento, amontonados en un valde plástico, nos avasalla. Después una alcoba. «Perdonen el desorden», dice luego de toser. Pequeña, refaccionada. Un lecho sin hacer, la sábana, con la marca del cuerpo del doctor en una sombra de sudor, las manchas de su tos desperdigadas en las fundas de las almohadas, amarillosas, gotas de pus que pueden ser sacadas con la uña. Al frente, un reloj antiguo, con un hombre corpulento que golpea la campana de oro, cada doce horas. Las paredes llenas de mujeres hermosas, fotografías en blanco y negro, un seno pequeño salido de la blusa, ojos tristes, labios pintados de rojo, con pincel… erotismo de otros tiempos. Mi mujer pasa saliva afuera y vuelve a la habitación como si se arrojara al agua. Un radio Philips con su parlante en tela bordada, cíclope de los años treinta, aguarda sobre una repisa de cedro. El doctor quiere, con su mano, atrapando el aire de su cuarto, demostrar cómo podemos romper una pared y hacer un “bufete” más amplio. Daguerrotipos amarillosos de próceres de la independencia y la figura de Simón Bolívar, ocupan una parte considerable de la pared del frente.


     —¿Es usted historiador, doctor? —le pregunto antes de entrar a la biblioteca.
     —A veces —responde.

La semipenumbra cubre el ambiente: un escritorio inglés, con pequeños secreteres, una tabla clandestina que al levantarla deja al descubierto la máquina de escribir, la Underwood portátil y, los límites del cuarto, llenos de libros de viejas y nuevas ediciones. En uno de los huecos donde el mueble permite un área, cuelga un diploma con marco barroco donde se leen el nombre y apellido del doctor. En otro de los orificios —en medio de dos vidrios—, la certificación que lo acredita como Miembro de Número de la Academia de Historia del país. Aquellos volúmenes despiertan en mi mujer un irrefrenable deseo de subir al segundo nivel. El escritorio guarda en sus gavetas documentos valiosos de la época libertaria. El doctor no quiere hablar de eso, acerca una de las sillas vienesas deterioradas para que nos sentemos a negociar. El olor de los libros —que el Costeño abre para darse ínfulas de culto—, vuela por el contorno haciéndome estornudar sin pedir perdón.

El edificio es una mole edificada en los años sesentas, con grandes parqueaderos, zonas comunes, ascensores modernos y servidumbre permanente. Desde la calle dignifica una de las avenidas más concurridas de Bogotá y, sin que el constructor lo pretendiera, se convierte en un enorme panal de oficinas de abogados, negociantes y políticos. La falta de jóvenes en los corredores, de niños y estudiantes, produce la sensación de una enorme jaula de hombres envejecidos por el dinero y el poder fatuo de los salones de la burguesía en decadencia.

Rumbo al segundo nivel, la escalera con alfombra roja, está dividida por las barras doradas al fondo de los escalones. Se descubre el salón principal. Desde afuera, la luz de la tarde se insinúa, tenue. Un niño ve la televisión en blanco y negro, sentado en el suelo, las piernas cruzadas, y no se percata de nuestra presencia o, mejor, no le interesa. El volumen del aparato llena el ambiente cóncavo… los dibujos animados interespaciales se comen los jarrones y las vajillas que reposan en un mueble, a manera de biffet. El doctor avanza tosiendo y le ordena apagar el aparato. El niño lo observa como si fuera irreal y pone de nuevo su mirada en la pantalla.

Las poncheras, con dibujos a mano, los platos y las bandejas, con damas semidesnudas, cisnes, uvas, árboles, parecen despedir a ese hombre que grita un nombre de mujer. Una puerta se abre. Ella tiene la piel pálida, los dientes disparejos y el cabello con pinceladas rubias. No saluda, va directamente donde el muchacho y apaga el televisor. Él no dice nada; espera que se aparte y vuelve a encenderlo; repite dos veces la acción: está derrotada. La detallo desde el punto más lejano de la sala-comedor. Mi mujer lucha con el olor de la habitación, gana tiempo y espacios; triunfan sus ojos y su maravilla ante la jarra, el platón y la consola que, de manera despreocupada —con periódicos viejos encima—, reposan en uno de los rincones del cuarto. El doctor se queja del desorden, tose en armonía con sus palabras como si se acostumbrara, al silbido de sus pulmones y al discurso sencillo, cortas las oraciones, adjetivos siempre justos, para la venta del inmueble. Mi mujer tira mi chaqueta como exigiéndome que ofrezca compra por el aguamanil. Se lo digo despacio, sin mostrar las ganas que se nos salen por los poros y que combinadas con el ansia de vomitar de mi mujer, constituyen una alternativa frente al historiador.

     —Ya veremos —dice el hombre, exhibiendo sus dientes acabados, su rostro que deja ver —de nuevo—, la ternura que seguramente tuvo en años recientes. Ya veremos.

Fotos fijas: dos colchones rayados; ventana con vista a los cerros; mujer sonriendo, como drogadicta que ruega un poco de dignidad. De medias de lana, verdes, saco amarillo y ojos marchitos me lleva sin tocarme hasta la sala-comedor para que aprecie los dos paisajes que se unen, justo, en la mitad del salón.


     —¿Él es su esposo? —la interrogo al vernos solos, por encima de los diálogos provenientes del televisor.
     —Sí… —mintió— y no quiero irme de aquí… cuesta mucho… él cree que vive en un palacio…

Quiero saber más de esa historia pero la tos anuncia su presencia.


     —¿Y esta habitación? —pregunta mi mujer imaginando, lo sé, los objetos que hallaríamos.
     —¡Busque la llave! —ordena el doctor a la mujer.

El Costeño —todo el tiempo—, me susurra con su aliento de tabaco, sobre el precio, los millones que sacaremos de descuento.
     —Quiero las antigüedades —le digo.
     —No te preocupes, primero el apartamento, lo demás viene por añadidura, no te preocupes… ¿cuánto ofrecemos?

Mi mujer me llama cuando el doctor abre un pequeño armario incrustado en la pared, a manera de closet. Allí, ordenados como en los viejos tiempos, las cajitas de cartón coloreado, las joyas y las cartas amarradas con cintas de vistosas tonalidades, nos regalan ese lejano y presente ambiente rococó de nuestro apartamento. Quizá eran los ambientes secretos que tuviera Emma Bovary en su lejana Francia: los retratos familiares, sepias, en sus portarretratos de cartulina negra y los cubiertos marcados con anagramas que no quisimos indagar. Luego, las cucarachas vivas acariciando con sus patas rígidas las esquelas llenas de secretos.


     —Cosas de mi hermana, ella quiere morir en los Estados Unidos, por eso liquidamos —dice el doctor cerrando la portezuela.
     —¿Venderá estas cosas? —inquiere mi mujer intrigada.

El Costeño me lleva de la chaqueta a un lado de la habitación.

     —Si quiere las antigüedades yo me encargo pero, vayamos a lo importante: la compra del apartamento.

La mujer llega con el manojo de llaves, con sonrisa de lejana remembranza. Acciona varias en la cerradura y se derrota entregándoselas al Historiador. Él las observa descubriendo formas y selecciona una. Tose tres veces seguidas, envuelve su saliva en el pañuelo pegajoso y se arriesga: la puerta cede lentamente. La oscuridad se apodera del hueco. Empuja el interruptor, sin éxito.

     —¡Un bombillo! —exige a la mujer que mira la televisión con el niño.


Quise gritar a mi mujer que no entrara, pero no alcancé, ella se perdía en el túnel. Sus pies trituran algo. Un quejido sale del fondo, pequeña súplica de mi mujer, o quizás —la conozco—, una disculpa. La mujer trae el bombillo y el Costeño se ofrece a ponerlo. La luz rompe el ambiente de cal y baúl. Mi mujer se estremece. Lámparas turcas, francesas y árabes, despedazadas en el suelo, invaden no sólo el reducido espacio sino nuestra admiración. El Historiador dice algo como «es una habitación pequeña», y desde la pared del frente nos empuja con delicadeza para que la abandonemos. Fotos de familia, ampliadas: un niño, pelo largo, pantalón corto, mirada alegre. Ya no son esos ojos que el tiempo atrapó para siempre y que aumentan el sufrimiento de las noches solitarias, mirándose, tosiendo sobre el vidrio y sobre el rostro que no oculta su muerte. Mi mujer pregunta y él no responde, como si las interrogaciones lo hirieran y apresuraran la tos seca, entre la tela. Los espejos con marco barroco, la cristalería, las copas y las jarras, perdidas en la oscuridad.


     —La vida de mi hermana —dice como pidiendo perdón a quienes descubren la intimidad de una época presumiblemente feliz. Cierra la puerta y entrega las llaves a la mujer que ahora parece asustada.
     —¡La próxima vez que ese monstruo entre aquí, no respondo! —sus palabras son seguras; se le desprenden unas lágrimas en medio del ataque de tos.
     —Lo quiere tener enjaulado —interviene la mujer dirigiéndose a mi mujer.
     —¡Estas malditas ignorantes! —afirma el historiador sin quitar el pañuelo de su boca, y continúa: mejor bajemos a hablar del negocio antes de que cometa una imprudencia.

Mi mujer va hasta la otra habitación para ver por última vez el aguamanil. Regresa a la sala, hasta el pequeño escenario donde, —según nos explica el doctor—, se presentaban los cuartetos de cámara que su hermana traía en las tardes de ocio. Sabíamos que ese lugar no era para nosotros pero que ya formaba parte de nosotros.

Volvemos al estudio-biblioteca. Nos sentamos a esperar las preguntas. Mi mujer guarda silencio, ese retorcido silencio inquisitivo. El Costeño empieza su discurso acerca de los inconvenientes del apartamento, las paredes, los anaqueles, la distribución. Espero paciente.


     —¿Y usted a qué se dedica? —me pregunta para detener la avalancha del Costeño.
     —Soy profesor de literatura.
     —He leído literatura, es lo único que alimenta el espíritu en estos años difíciles. Amo los clásicos.

 El Costeño terció dando cifras, pidiendo plazos para el saldo.


     —Me interesan mucho los objetos antiguos de su hermana. ¿Es posible un negocio?
     —Le preguntaré… esta es mi tarjeta, por favor, llámeme.

Mi mujer se aferra a mi brazo mientras baja el ascensor, la pañoleta con dibujitos precolombinos cubriendo su boca, respirando sin tos. La amo como siempre, le doy valor con mi mano aprisionando la suya. Al ganar la calle respiro ese otro aire negruzco de los exostos. El Costeño promete comunicarse esa misma noche.

     —Quiero ese aguamanil… quiero esas lámparas… quiero ese escritorio…

Se cubre de nuevo la boca mientras pasamos corriendo la avenida.

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Los afanes del día

El abrigo; libro de cuentos
de Jorge Eliécer Pardo

Por Claudio Anaya Lizarazo

El abrigo, de Jorge Eliecer Pardo, es un libro de cuentos que despierta el placer de la posesión del objeto: un paquete de hojas impresas i encuadernadas que contienen cuentos escritos con un justo lenguaje, excelente personificación en los retratos, en las descripciones i en las expresiones de los personajes. Este libro representa el tesoro que participa de otros valores antagónicos a lo material. Son historias reales i cotidianas, que no por eso, carecen de interés. Sus protagonistas son vívidos personajes que se debaten en el remolino de sus circunstancias, que a su vez pertenecen al maremágnum de lo social. Son temas que hemos visto en la calle, en la prensa, en el cine, en redes sociales, en los noticieros de radio i T.V., e incluso en el arte, pero son asuntos i situaciones que al ser narradas con oficio literario en esta obra, adquieren la dimensión necesaria para que se fundan en un lenguaje estético que, sin olvidar las vicisitudes, las angustias i las satisfacciones, nos entretienen i nos revelan a la sociedad de nuestro tiempo. Todos estos cuentos se han logrado con maestría narrativa, de ellos, mi lectura quiere compartir con ustedes algunas apreciaciones sobre los que más llamaron mi atención, sin que esta última afirmación implique demeritar los cuentos que no incluyo en mi comentario.

El abrigo: es la aventura en uno de sus perfiles fatalista i trágico. La cotidianidad infestada de la lucha por la sobrevivencia, el ciudadano en un inadvertido momento se encuentra con salteadores de caminos, ante lo cual, para sobrevivir, sólo le quedan los recursos de la resignación i la obediencia, pues la seguridad que debería ofrecer el Estado, no existe, antes, por sus políticas, el Estado es el promotor indirecto de la delincuencia i el caos social. I después, con el paso del tiempo, al ciudadano víctima le queda la asimilación del golpe i el ultraje, i la esperanza de la disolución del trauma i de sus consecuencias físicas i morales. Este cuento ilustra la pesadilla laberíntica, en la cual se confunden las desgracias de la realidad i las ironías de la sobrevivencia.

El célibe: trata sobre las fantasías amorosas (i sexuales) de un hombre que, aunque arraigado en un entorno social, padece en su interior la soledad i la incomprensión que se derivan de unas relaciones que funcionan sobre principios materiales e intereses económicos, i de protagonismo competitivo.

Piso 20: magistral cuento en el cual varias vidas se cruzan por un negocio. La venta i compra de un apartamento en Bogotá, al parecer, un negocio común i corriente, pero que gracias al pasado i a las personalidades de los interesados en él, adquiere los rasgos de un encuentro de singular profundidad. El anciano que vende, aparece como los vestigios de una época espléndida, descompuesta en su salud, pero de la cual conserva sus secretos afectos i la nostalgia del hombre que se despide lentamente del mundo, traducido esto, en una ocasional expresión de nobleza. I la pareja que quiere comprar, de una cultura aquilatada en experiencia humana, i en ese momento de la madurez en el cual se huele la reserva de tiempo suficiente como para permitirse la frivolidad de la posesión i el disfrute de algunos objetos de exquisita factura, sin pensar en la ironía de que muchos objetos sobreviven a sus sucesivos dueños, como lo están viendo sin ver. La vista de estos exquisitos objetos de mobiliario, desplaza para los posibles compradores el motivo central del negocio, que es el apartamento; aparecen en el sitio, por medio de la entrada en escena de otros personajes, en este caso, familiares del anciano vendedor, algunos factores que se desbordan i entonces toma cuerpo el conflicto familiar del anciano vendedor i las ansiedades materiales de la pareja compradora, ?encuentro o desencuentro? ?Quizá el cruce de unas coordenadas como si  fueran escenas de diferentes dimensiones, i que permiten a los protagonistas como al lector, echar una mirada de voyeur a la vida de los otros?

La muchacha de la cinta blanca: el misterio de la luz.

Gotas amargas: es el relato de los dramas de José Asunción Silva, vistos con los ojos i sentidos, con el corazón del poeta; cuento narrado con la voz del biógrafo acucioso que sin perder la distancia que lo separa de su objeto de observación, nos cuenta los asuntos de su protagonista con tal perfección de empalmes i detalles, que los lectores casi no advertimos esa tercera persona que narra, i sin saber cómo, terminamos apropiándonos de la intimidad del poeta, como si su drama fuera el nuestro.

Nicteorfalis: la soledad vivida como un lugar seguro. El ingreso en este sitio i en este estado, como en una adicción o dependencia que anestesia a las personas i les permite pasar décadas ante las expectativas de sus ilusiones, que nunca llegan porque precisamente son ilusiones.

El otro adiós: la fraternidad del hombre ingenuo que, acorralado por la miseria, pretende romper con una acción aventurada, su precaria condición socioeconómica, vista o entendida por él, como un producto de su mala suerte, de su mala estrella.

Mi mujer: el conocimiento de las personas i la confianza que se tiene en ellas, se puede desvanecer en cualquier instante. La convivencia está llena de estas situaciones o presentimientos, como si fuera una serie de pequeñas trampitas que nos coloca la vida, un gesto, una palabra, una mirada, una actitud, pueden erosionar rotundamente una relación que parecía sólida, i pueden generar también la ansiedad i el vacío que cultivará el resentimiento, ante lo cual, ante este “vacío caótico”, si se piensa en su solución, sólo queda la fe, el creer que todas estas situaciones incómodas, sólo son apariencias, delirios.

El amante de mi mujer: el fantasma del amante de la mujer, el lastre de la sombra de la infidelidad, que toma más fuerza en estos tiempos de liberación de las mujeres; este fantasma le dice a la gran mayoría de los hombres contemporáneos, que no están preparados para aceptar a su lado a una mujer no sumisa, liberada, que se desempeña con éxito en los ámbitos sociales que frecuenta i en los que desarrolla su vida. En consecuencia estos hombres se debaten, en estos tiempos i situaciones difíciles para los cuales no fueron educados, i se enfrentan a su realidad o a sus fantasmas con violencia i determinaciones que pueden llegar a la tragedia, que han llegado innumerables veces a una tragedia que los atrapa, pues, al interior del desarrollo de estas situaciones vertiginosas, hombres i mujeres no piensan o no ven la necesidad de reformar los conceptos de unión o de pareja.

El árbol de Raúl: el intento de regresar al mundo de la niñez; la evocación nos introduce en el ámbito de la nostalgia, como el adulto situado en una realidad que se reparte entre las imágenes del recuerdo i las situaciones físicas i diarias, pero, cuando este regreso es ocasionado por una fuerza mayor o una tragedia, estos lugares i tiempos recuperados se adhieren como una dolorosa fantasmagoría.

Bueno, finalmente los dejo en compañía de ese excelente narrador que es el maestro Jorge Eliécer Pardo, y disfruten de esta colección de cuentos en los cuales, a través de las reflexiones del autor, aquilatadas por medio de la valiosa i extensa experiencia que implica el auténtico oficio de escribir, que es ante todo el oficio de observar, puedan ustedes, lectoras i lectores, sumergirse en el viaje interior por medio del viaje exterior, que es la gran multiplicidad de vida que nos ofrece la literatura.

LA ESKINA global es un proyecto cultural de distribución gratuita.

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Edición y dirección: Claudio Anaya Lizarazo.
Diseño y diagramación: Gloria Inés Ramírez Montañez
Bucaramanga, Colombia.