No 101, marzo 13 de 2021, laeskinavirtual@gmail.com; http//bloglaeskinavirtual.blogspot.com; WWW.ELLIBROTOTAL.COM; Bucaramanga; Grupo LA ESKINA: Gloria Inés Ramírez M.; Gloria Elena Carrillo; Jaime Rojas Neira; Carlos Lizcano Pimiento; dirección: Claudio Anaya Lizarazo. ©Reserva de derechos de autor. Las opiniones expresadas en los artículos de esta edición son responsabilidad de sus autores.
Por Claudia Gimena
Roa Avendaño
Por consiguiente, el
ejercicio crítico que realiza Castro Caycedo con respecto a los Miraña hace
visible una discusión inacabada sobre la forma de percibir a los otros en las diversas culturas. En
ese sentido, también los grupos indígenas vieron al blanco como caníbal y
utilizaron palabras para mencionarlos. Los Yuri adoptaron la palabra cariba.
Perdido en el Amazonas presenta en forma didáctica lo que significa cariba. Muestra
que el término surge como decisión de una comisión conformada por cuarenta y
dos personas, por un grupo mixto de
militares, algunos Miraña y unos comerciantes que se organizan para averiguar
sobre la suerte de Julián. Sin embargo, cuando llegan a donde los Yuri, los
Miraña deciden actuar por su cuenta y asesinan a dos mujeres, un anciano y dos
niños que se encontraban en la maloka. Cuando estas víctimas sienten el ataque
de los indígenas que ahora se autobautizan como blancos, algunos miembros de la
comunidad Yuri corren indefensos y con miedo y gritan: “Kariba, kariba-ñe”
(Castro Caycedo, 2009: 233).
El término cariba
parece ser antiguo y otros grupos indígenas como los Yucunas, de habla arawak,
y los Ufaina o Tanimuca, de habla tucano oriental, también lo utilizan para
referirse a los blancos. Existe una relación entre los términos caribe y
caníbal. La gente (…) del río Mirití identificó a los primeros blancos que
entraron a su territorio como comegente, caníbales (Franco, 2012: 13).
Aclarado el término cariba, puede entenderse que en 1971, Roberto Fernández Retamar haya señalado que la primera
interpretación sobre los caníbales la da el mismo Cristóbal Colón, en sus
diarios, un mes después de su arribo al territorio que se denominaría América.
Escribe Colón: “(...) entendido también que lejos de allí había hombres de un
ojo, y otros con hocicos de perros que comían los hombres” (Fernández Retamar,
1982: 83-84).
Fernández Retamar
escribe en uno de sus ensayos, recogido en el libro Fragmento de Calibán:
CALIBÁN es un anagrama
forjado por Shakespeare a partir de “caníbal” ‒expresión que, en el sentido de antropófago, ya había empleado en otras obras como
la tercera parte del Enrique VI y Otelo— y este término, a su vez, proviene de
“caribe”. Los caribes, antes de la llegada de los europeos, a quienes hicieron
una resistencia heroica, eran los más valientes, los más batalladores
habitantes de las mismas tierras que ahora ocupamos nosotros. Su nombre es
perpetuado por el Mar Caribe (al que algunos llaman simpáticamente el
Mediterráneo americano; algo así como si nosotros llamáramos al Mediterráneo el
Caribe europeo). Pero ese nombre, en sí mismo –caribe–, y en su deformación
caníbal, ha quedado perpetuado, a los ojos de los europeos, sobre todo de
manera infamante. Es este término, este sentido el que recoge y elabora
Shakespeare en su complejo símbolo. Por la importancia excepcional que tiene
para nosotros, vale la pena trazar sumariamente su historia (Fernández Retamar,
1971: 1).
Esta imagen del
caribe/caníbal, según Fernández Retamar, se opone a la otra del hombre
americano que Colón ofrece en sus páginas y es la del hombre pacífico que llega
inclusive a la mansedumbre y la cobardía. En sus palabras directas, el autor da
las pautas para inscribir la metáfora simbólica de lo desconocido:
El caribe, por su
parte, dará el caníbal, el antropófago, el hombre bestial situado
irremediablemente al margen de la civilización, y a quien es menester combatir
a sangre y fuego. Ambas visiones están menos alejadas de lo que pudiera parecer
a primera vista, constituyendo simplemente opciones del arsenal ideológico de
la enérgica burguesía naciente. Francisco de Quevedo traducía “Utopía” como “No
hay tal lugar” metáfora simbólica de lo desconocido (Fernández Retamar, 1971:
1).
Se destaca así que el
caníbal se presenta como una fuente de alteridad en América Latina. De allí que
el escrito de Jáuregui se refiera a los diferentes escenarios históricos y
discursivos en los que opera esta adscripción anómala, en los que
el canibalismo no sólo ha sido un reducto generador de alteridad(es),
sino también un tropo cultural de reconocimiento e identidad, así en sus
variaciones y matices semánticos: canibalismo, antropofagia cultural y consumo
(Jáuregui, 2008).
Con respecto a esta
última reflexión, Castro Caycedo presenta al indígena en su libro Perdido en el Amazonas como actor
preponderante en el discurso colonial y postcolonial; es sujeto activo que
visibiliza su cosmovisión personal y grupal, que también toma postura de
rebeldía y resiste, como lo muestra claramente, razón por la cual, el autor de
este libro decide invertir el mito, o mejor, los mitos. En el caso de los
indígenas amazónicos, ya no son caníbales, ya no son los buenos salvajes, son
la propuesta de crear su propio mundo y mantener la resistencia hacia otras
formas de consumo, de desarrollo, de vida, de visiones, de cultura.
Debido a que, con
respecto a las tribus que viven de manera aislada no se ha hecho un registro o
censo en forma debida en Colombia, el caso presentado por Castro Caycedo
muestra la respuesta de resistencia, tanto pacífica como en defensa de la
cultura indígena amazónica, que se presenta en la huida y abandono total de
toda comunicación y contacto con el mundo exterior.
Estas teorías del
aislamiento y el concepto de caníbal
son el sustento para presentar las diversas maneras como Castro Caycedo ha
mitificado y desmitificado a la Selva Amazónica. Para ello, es importante
ahondar en materia de historia y de antropología en el grupo con el que tuvo
contacto Julián Gil. Un elemento es que el hecho ocurre entre el Caquetá y el
Putumayo, cerca de la frontera con Brasil, que, hasta la fecha de la narración,
era una zona muy desconocida (Franco, 2012: 73).
Caraballo es miembro
de la tribu indígena Yuri y él y su familia son sometidos por el grupo de
mestizos y blancos. En situación de secuestro, este indígena relata con un
lenguaje gestual cómo su cultura se ha preservado hasta el momento:
Cuando arribó el resto
de la expedición, Valois se abalanzó para abrazar a Amparo. Caraballo vio que
era la mujer del jefe de nuestro grupo y le tocó el estómago. Estaba
embarazada. Se acercó luego a Mauricio, su hijo mayor, entonces de brazos;
llamó a su mujer, mostró el vientre de Amparo. Luego señaló a sus cuatro hijos.
El indígena hizo aquello solamente con Valois, el Caraballo de unos posesos del
demonio (…).
(…) Siento vergüenza
porque sé qué ha pensado este hombre cuando me vio con un hijo de brazos y otro
en el vientre; para él, somos salvajes ‒dijo Amparo. En las tribus amazónicas está mal visto que una pareja conciba un hijo antes de que el anterior cumpla
por lo menos dos años (Castro Caycedo. 2009: 268-269).
Las madres gestantes
de las tribus amazónicas utilizan un espacio más prolongado de tiempo, para
lograr un reacomodo de los órganos de la mujer antes de concebir y gestar de
nuevo. Esta cosmovisión indígena es muy rica en contenidos simbólicos, guarda
estrechos vínculos con la madre tierra, los tiempos de siembra, de cosecha y
recogida de frutos. Castro Caycedo tiene en cuenta todos estos aspectos en Perdido en el Amazonas, como las formas
en que la jungla tiene una dinámica poderosa de regenerarse: “todo el año es
otoño y todo el año es primavera” (Castro Caycedo, 2009: 87).
Al igual que la selva tan diversa, lo son sus habitantes; no se puede entonces comparar el mundo rural, natural y selvático con la propuesta de Occidente, marcada en el mundo urbano, en el que la naturaleza, más que haberse domesticado, se ha reducido, y en donde todo aquello que no es domesticado, es salvaje. Esta es parte de la lucha de Castro Caycedo para posicionar el concepto de diversidad cultural, que no puede someterse a parámetros de homogenización o de globalización. Es la discusión que primará en el siguiente apartado, en el que se preguntará si se debe vivir la civilización o se puede experimentar la barbarie.
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Claudia Gimena Roa Avendaño
Ha
publicado y editado libros, entre ellos Literatura Infantil y Selva
Andina (2004 primera edición, que será actualizada para el año 2021): y sobre
la situación de desplazamiento, esperanza y vida, de las especies que habitan
los reductos de Selva de Floridablanca y de Bucaramanga, como los osos
perezosos, los monos aulladores, las plantas y árboles que “hablan y relatan
vidas”, vistas principalmente por niños y niñas de las veredas de
Floridablanca. De igual forma, el libro de la Colección La Vaca de Muchos
Colores, que desde 2002 ha incentivado la lectoescritura y la creación
literaria dentro del Colectivo de Reservas Campesinas de Santander y otros
grupos de niñas y niños de Bucaramanga y de Floridablanca.
También
ha publicado la Guía Metodológica para Vuelos A Corto y Mediano Plazo (2018),
en el tema de la biodiversidad en Santander, Colombia, con textos de Fernando
Salazar Ferreira y apoyo editorial de Adam J. Rankin, e ilustraciones de
Marcela Díaz, con el ánimo de fomentar los derechos de la Naturaleza y en
general hacia la Pachamama, por medio de expresiones artísticas, entre ellas la
pintura, la literatura y el teatro. Publicaciones que son parte de la labor de
Censat Agua Viva, Fundaexpresión, el Colectivo de Reservas Campesinas y
Comunitarias de Santander, y de intercambio con la Coalición Mundial por los
Bosques.
Por
más de 10 años realizó talleres en la Reclusión de Mujeres en Bucaramanga,
junto a la gestión realizada por Alfredo Ortiz Rodríguez de la Casa Cultural El
Solar; proyecto basado en literatura testimonial y de ficción, libros cuyos
títulos son: Ojo de Reloj (2003), Visaje de Nada (2006), Cartas
del Juez de una Mariposa Cautiva (2012).
Ha
publicado artículos y ensayos en revistas colombianas y latinoamericanas, como
la Revista Semillas (Colombia), Biodiversidad, y Revista de Agroecología Leisa,
en coautoría con Adam J. Rankin. Varias investigaciones sobre mujeres, y
consumo sustentable, con autores de varios países, con redes y organizaciones
como More and Better (Italia), SNNC (Suecia), y estudios de género para la
Coalición Mundial de los Bosques, en coautoría con Nelsy Gualdrón. Fue coautora
de la investigación Derecho a la Alimentación en Colombia, de Fian y otras
organizaciones de Colombia.
Obtuvo el Segundo premio en el concurso de ensayo de Women and Climate Change, editado por Heinrich Böll Foundation y the Green European Foundation y the Greens / EFA 2011. Fue invitada para impartir la Catedra Unesco en la Universidad de Navarra, España, en 2012, y de nuevo para el año 2021 para participar en la Conferencia Mundial sobre Educación Sustentable, que se realizará en Berlín, Alemania, por parte de la misma institución.
Hace
parte de la Red Learn 2 change, y participó en el libro Learn2 Change– Changing
the World through Education, con autores de diversos países, cuyo ensayo fue: Buen
Vivir, Pacha Mama, and the Defenders of Mother Earth 2018. En próximos
meses publicará su libro inédito Literatura y Selvas, que incluye
metodologías, creaciones propias y resultados de ejercicios literarios de
taller; obra dedicada a promover espacios literarios, destinados a potenciar
creaciones literarias y artísticas sobre las selvas del planeta, en especial a
las de Latinoamérica: Andinas y Amazónicas.
(Germán Castro Caycedo o Caicedo;
Zipaquirá, Cundinamarca, 1940) Periodista y escritor colombiano. Sus escritos
se caracterizan por sus manifestaciones testimoniales sobre la realidad
colombiana. Con su programa televisivo "Enviado Espacial" (emitido
durante dieciséis años), se convirtió en el primer periodista que dirigió y
presentó el primer espacio periodístico de la televisión colombiana que se
realizó fuera de los estudios, con temáticas profundas y de denuncia.
Germán Castro
Desde 1962 estuvo vinculado a los medios de comunicación, donde destacó como corresponsal, reportero y cronista, con gran capacidad de investigación, sensibilidad social e interés por mostrar y analizar diferentes facetas. Se inició en el periodismo como enviado especial de la revista El Ruedo de Madrid (1962), como redactor del diario La República de Santafé de Bogotá (1966) y como reportero y cronista en el diario El Tiempo (1967).
A lo largo de su trayectoria fue
galardonado con diez premios nacionales de periodismo y algunos
internacionales, como el SIP-Mergenthaler (de la Sociedad Interamericana de
Prensa) y el gran premio al reportaje de testimonio de la bienal de la
televisión de Berlín Prix Futura. Considerado junto con Plinio Apuleyo
Mendoza una de las principales figuras del periodismo colombiano más
reciente, su primer libro, Colombia amarga (1976), marcó el
nacimiento de un riguroso prosista que un cuarto de siglo después había
publicado catorce títulos; nueve de ellos fueron reunidos en tres tomos
de Obras Completas (1997, 1999 y 2000).
Entre sus obras, algunas de ellas
traducidas a diversos idiomas, destacan Perdido en el Amazonas (1978), Del
ELN al M-19, once años de lucha guerrillera (1980), Mi alma se la
dejo al diablo (1982), El Karina (1985), El hueco (1989), El
cachalandrán amarillo (1989), El huracán (1991), y La bruja (1994).
A estos títulos cabe agregar En
Secreto (1996), El Alcaraván (1996), La noche de las lanzas (1999)
y Candelaria (2000), en los que el autor se encamina ya hacia una
literatura puramente narrativa. Posteriormente emitió por televisión su
programa "Temas y Tomas", que vino a sustituir a "Enviado
Especial".
Cómo citar este artículo:
Ruiza, M., Fernández, T. y Tamaro, E. (2004). Biografia de Germán Castro
Caycedo. En Biografías y Vidas. La enciclopedia biográfica en línea.
Barcelona (España). Recuperado de https://www.biografiasyvidas.com/biografia/c/castro_german.htm el 13
de marzo de 2021.
Mito y realidad de la selva
Por Claudio Anaya Lizarazo
En esta obra, Mitificación y desmitificación de La Amazonía, Claudia Gimena Roa Avendaño nos propone una relectura de los tres libros de German Castro Caycedo, cuyo tema central es la Selva Amazónica, (Perdido en el Amazonas, Mi alma se la dejo al diablo, y, Hágase tu voluntad ) y que se originan en algunos episodios que en este territorio se suceden en las últimas décadas del siglo pasado; interpretación apoyada en los análisis de otros autores que han escrito sobre literatura testimonial, crónica o denuncia, cuyo tema central también es la Selva Amazónica; para llegar a la comprensión de esos hechos dentro de una realidad política y cultural generalmente oculta y abrumadoramente más amplia, ya que en las problemáticas que se escenifican en La Amazonía, que se convierte en escenario y personaje, se enmarcan genéricamente los modos de operar de los mecanismos que mueven el actual modelo de desarrollo neocolonial, de economía extractivista, y sociedad de consumo.
Para este cometido, Claudia
Gimena Roa Avendaño analiza una amplia gama de propuestas de escritores, a la
luz de la crítica en sus aspectos conceptuales, técnicos, históricos y
culturales, cotejando una larga lista de episodios y temas constitutivos de las
mencionadas obras de Germán Castro Caycedo, con el prisma conceptual del
importante acervo bibliográfico de estos mencionados críticos de nivel
universal, lo cual enmarca a esta obra dentro de un rigor intelectual poco
frecuente en nuestro medio.
Germán Castro Caycedo con sus
libros: Perdido en el Amazonas, Mi alma se la dejo al diablo y Hágase
tu voluntad, al
igual que José Eustasio Rivera con La Vorágine, y las denuncias que múltiples autores han formulado sobre las
problemáticas sociales de La Amazonía en general, han demostrado ante los ojos
del mundo entero que la selva es, fue y ha sido, mitificada a conveniencia ya
como el infierno verde, como la Leyenda de El Dorado, como el Paraíso perdido,
o ha sido vista siempre como el mundo de la barbarie versus la civilización.
Con el exhaustivo reportaje de los hechos que originan estas mencionadas obras,
y con el juicioso análisis con el cual estudia estos hechos, Castro Caycedo
invierte el mito o los mitos y, entonces, el occidental ya no es el hombre
civilizado, el que habita las ciudades, porque como este autor nos lo demuestra,
el progreso y la denominada civilización constituyen la destrucción de: la
naturaleza, la fauna, las culturas ancestrales, las lenguas nativas y sus
respectivas cosmovisiones, por medio de corrosivos mecanismos de penetración
como los “programas sociales” de las empresas extractoras de crudo, las
misiones religiosas y evangelizadoras como el Instituto Lingüístico de Verano,
cuya finalidad principal era estudiar las lenguas nativas de los pueblos
amazónicos pero, para con esta herramienta lograr una más fácil penetración en
la selva, una evangelización masiva,
además de la apertura de nuevas plataformas de mercadeo y así, poder llegar así
al codiciado petróleo y todos los demás recursos que guarda en sus entrañas la
Selva Amazónica.
Encontramos también en estos
grandes reportajes novelados de Germán Castro, una fuerte crítica a los modelos
de desarrollo propuestos en Latinoamérica, tomados y administrados por una
sociedad afincada en un oculto racismo, en un extractivismo científicamente
insostenible, y en una laxa moral ante las rápidas y jugosas ganancias;
circunstancias y complicidades de las que se han aprovechado innumerables
empresarios aventureros, muchos de origen europeo o norteamericano, para
saquear los recursos de estas regiones.
Partiendo de nuestra
localización en la realidad geopolítica mundial, esta obra está llamada a
cumplir una importante función en la sociedad colombiana y en las sociedades de
países vecinos, pues al retomar el estudio de textos literarios e históricos
que presentan a La Amazonía desde cuando empezó a formar parte de la órbita del
llamado mundo occidental, Claudia
Gimena vuelve a tocar, en esta época, el viejo tema de la penetración
destructiva e insostenible de la política expansiva de los imperios de turno y
la economía de mercado, en todos los ámbitos del planeta y de las sociedades;
necesaria reflexión sobre el mundo que han vivido nuestros ancestros, el que
vivimos nosotros actualmente y el que vivirán las futuras generaciones, para
con las cuales tenemos todos, la gran responsabilidad de impedir la destrucción
total de sus posibilidades de futuro, y repensar en una alternativa a la actual
crisis ecológica del planeta.
De: Darío González Posso
23 de octubre de
2020
Estimada Claudia, me gustó mucho tu libro “Mitificación y desmitificación de la Amazonía”. Sentí gran gusto
de que me compartieras tu trabajo inédito y aprendí cosas nuevas. Pensé, al
iniciar la lectura, que sería un límite para mí no haber leído los libros de
Germán Castro Caycedo, centro de tu análisis. Pero logré entenderte. Por
supuesto, esto me anima ahora a leer los libros de Castro Caycedo.
En tu libro, creo yo, expones una
tesis central extraordinaria: la propuesta de inversión del mito civilización-barbarie. Dices: “para Castro
Caycedo, como para (…) las comunidades aisladas o no contactadas -o, más
precisamente denominadas como exiliadas en La Amazonía-, los blancos, los occidentales
y los mestizos, son en su mayoría salvajes. El indígena ha denunciado ese otro
tipo de salvajismo, visto desde la perspectiva de su comunidad perseguida”… despojada,
torturada, esclavizada, asesinada.
Tu trabajo llega en un momento oportuno, cuando la Comisión de la Verdad, en su sesión del 23 de octubre de 2020,
reconoce la Verdad Indígena. En la
apertura de este encuentro, el sacerdote Francisco de Roux, Presidente de esta Comisión,
se dirigió así a los Pueblos indígenas:
“(…) Aquí llegó un día el español a decirles torpemente e injustamente
que el Papa, por orden de Dios, había entregado estas tierras al rey de España
y empezó contra ustedes la violencia. Y desde ustedes comenzaron las luchas
heroicas por proteger sus derechos milenarios y su dignidad. Porque para poder
dominarlos y extinguirlos establecieron que ustedes eran seres inferiores y de
menor calidad. Esta estupidez se convirtió en brutalidad en el orden
establecido y las leyes de la República; y al llegar el conflicto armado la
guerrilla, los paramilitares y las fuerzas de seguridad del Estado redoblaron
contra ustedes las violencias. Por eso invito a que sintamos la presencia de
miles de mujeres, niños y hombres indígenas asesinados y desaparecidos a través
de décadas y siglos, en especial los que fueron eliminados cuando luchaban por
la paz y los derechos en tiempos del conflicto armado (…)”.
Tu trabajo me parece completo, pero cada lector, pienso, puede
“ampliarlo” en algún aspecto, pues sugiere más de lo que aparece explícito. A
riesgo de “extrapolar” un poco, creo que es convergente con ideas como las
siguientes:
-
La propuesta de inversión del mito civilización-barbarie,
contradice planteamientos que parecían incuestionables; por ejemplo, el de Lewis
H. Morgan en su famosa obra "La
sociedad primitiva" o antigua. De acuerdo con tu análisis de Germán
Castro Caycedo, no hay "culturas primitivas" en contraste con las
“occidentales”. Federico Engels utilizó la obra de Morgan, como referencia para
escribir "El origen de la familia,
la propiedad privada y el Estado". Según Morgan -con base en un
estudio sobre sociedades indígenas norteamericanas-, en la humanidad hay tres
períodos básicos: el de los "salvajes" que no conocen la propiedad,
el de los "barbaros" que la conocen pero no tienen leyes, y el de los
"civilizados" que nace y subsiste gracias a la propiedad privada y la
acumulación de riquezas. Según Engels, Morgan establece "un orden preciso
en la prehistoria de la humanidad". Tal concepción de evolución histórica
lineal, de estadios "inferiores" a "superiores", fundada
centralmente en el "progreso" de los medios materiales de existencia,
impregnó incluso a corrientes que se proclaman “marxistas”. Esta discusión merece
un tratamiento más amplio, pero mi intención aquí es apenas llamar la atención
sobre el asunto.
El antropólogo Marvin Harris dice en su obra “Nuestra especie”: “Los lingüistas pensaban que las lenguas
habladas por los pueblos “primitivos” contemporáneos se encontraban a medio camino
entre los lenguajes de los animales y las lenguas civilizadas. Pero se vieron
obligados a abandonar esta idea cuando descubrieron que la complejidad de las reglas gramaticales varía con independencia de
los niveles de desarrollo político y tecnológico”.
El kawakiutl, de los indios de América del Norte, “tiene el doble de
casos que el latín”. Los agtas de Filipinas “disponen de treinta y un verbos
distintos que significan “pescar”… “En las lenguas del tronco tupí habladas por
los amerindios de Brasil, existen numerosas palabras que designan especies
distintas de loros”. Otras lenguas carecen de palabras para lo específico, pero
“los lingüistas de nuestros días se han dado cuenta de que carecer de palabras
generales o específicas no tiene ninguna relación con el nivel evolutivo de las
lenguas; simplemente refleja que las necesidades culturalmente definidas son
específicas o generales”.
También dice Marvin Harris: “Los aproximadamente tres millares de
lenguas habladas en el mundo de hoy poseen
una estructura fundamental común y requieren solo cambios menores en el
vocabulario para cumplir con idéntica eficacia las tareas de almacenar,
recuperar y transmitir información y de organizar la conducta social”. El
lenguaje es la base de las capacidades humanas de comunicación social y de
memoria, el medio por el cual los recuerdos sobreviven a los individuos y a las
generaciones.
El lingüista Noam Chomsky concluye de manera similar: el lenguaje posee una base común para todos
los seres humanos. Pero además, según Chomsky, la capacidad humana de
hablar una lengua es innata; es
decir, se encuentra ya en la mente
del ser humano en el momento de su nacimiento. El papel de la mente en el intercambio con el mundo y
con sus semejantes es uno de los aspectos más misteriosos de la especie humana.
Según Chomsky, la mente está
“programada” para la adquisición de la lengua y existe una “gramática
universal” que los lingüistas deben buscar. ¿Hay, entonces, conocimientos “innatos” en la mente? Es innegable que el
filósofo Platón cumple un papel central en las teorías de Chomsky. (Stefano
Versace. Chomsky, lenguaje, conocimiento
y libertad. 2016).
Todo esto pude ser objeto de discusión, o de mayor precisión y desarrollo.
Pero mi intención básica es plantear la siguiente hipótesis (provisional): si Germán Castro Caycedo conociera las
lenguas de los pueblos indígenas amazónicos, quizás podría aportar algo más en
su ya significativa contribución para recuperar la voz y la dignidad de estos
pueblos. A mí me queda la tarea de leerlo, para examinar mi hipótesis o
reformularla, pero sobre todo para ampliar la satisfacción que tu libro me da y
disfrutar la que me anuncia.
Humo de la voz
(Humo de
la voz N.37; publicado en LA ESKINA global N.101, marzo 12 de 2021)
Por Claudio Anaya Lizarazo
La impresión que tuve de la voz que ambientaba con sus cantos la pequeña capilla, fue de ausencia. Era tan delgada, casi inaudible, que ayudada por la música y las sincronizadas palabras del coro, expresaba, tal vez muy a su pesar, tanta fatiga de los asuntos del mundo que parecía oírse y estar ausente, digo así, porque no sucedía que no estuviera, pues oíamos sus espirituales melodías y la honda impresión que dejaba en nuestro ánimo, y sin embargo, una vez desaparecidas ciertas notas del armonio, reemplazadas por otras, o disueltas en el aire ciertas palabras transportadas cansadamente por esa voz que era a mi parecer la esencia de la melancolía, caíamos en algo semejante al descanso de la muerte y entonces veíamos flotar el ataúd del amigo en el humo del incienso quemado, esperando paciente la terminación del oficio religioso, para ese último adiós… los sonidos del fuelle del armonio se confundían con la fatiga de esa voz trabajada por los días y las situaciones humanas, que no son más que la materia del tiempo, como las incógnitas manos que han acariciado las teclas, también son materia del tiempo, esa voz que a pesar de su inmaterialidad lograba oírse y llenar la capilla, hablaba también de una vida rota, de un cuerpo roto, de una ceremonia religiosa que ya se sentía fatigante, pero que en cualquier momento terminaría, dejando en los presentes la mágica sensación del hecho cumplido que marcha en nuestra memoria hacia su lenta disolución, como el humo disperso por el viento, como todo en la vida de las personas, ese permanente naufragio en las aguas de lo irrecuperable.
23 de julio de 2019; esa tarde en el Cementerio Central de Bucaramanga, hubo mucha actividad, varios servicios fúnebres recorrían sus callejuelas, los sepultureros estaban todos ocupados, y los sacerdotes de turno, oficiaban con poco descanso, y todo eso me hizo recordar que cada persona es única e irrepetible, pero su existencia es fugaz, que nuestros días adquieren duración de acuerdo a nuestra conciencia pues la vida sucede en el mundo y sus lugares pero tiene un segundo momento en las consecuencias y en la memoria; los hechos ocurren sobre la superficie de la tierra pero adquieren sentido detrás del cortinaje de la mirada, creemos alejarnos de ellos lentamente, como en esa escena de uno de mis viajes de juventud, que sin saber por qué, en mitad de la capilla y entre personas compungidas, me llegó, atraída tal vez por esos ignorados mecanismos de la conciencia y quizá por su vocación de asociaciones, tal vez para ilustrarme del incesante paso del tiempo, de lentos decursos y vertiginosas distancias, como en la escena de ese viaje, en un puerto sobre el Río Atrato el 6 de enero de 1978, la chalupa cargada de gente, debía cruzar el gran río, que según decían los lugareños, estaba empozado y con muy pocas corrientes pues el fuerte verano había secado muchos de sus afluentes haciéndole perder la fuerza de su curso, empozándolo por la marea alta que lo frenaba en su amplio delta en El Darién.
DESENCUENTRO
(Humo de la voz N.38; publicado en LA ESKINA
global N.101, marzo 12 de 2021)
Por Claudio Anaya Lizarazo
Estaba ahí y ya había estado ahí. Sentía también la proximidad de su viaje y se dolía por no haber hablado todavía de ello a los dos familiares que lo acompañaban: su padre enfermo y su hermana. Ellos tampoco hablaban, pero se advertía que salían tan temprano de la casa, por una emergencia de salud. El padre aguantaba con toda la solidez de su carácter. Con ese escepticismo de los hombres viejos que ya saben que la vida fue eso, que no pudo ser más, pero que, al fin y al cabo, se debe tomar como llegue, como los tragos amargos que se deben apurar cuanto antes, y a los que hay que oponerles la misma indolencia del aguardiente barato.
Era temprano en la mañana y mientras esperaban que llegara un carro en qué transportarse, el hombre seguía pensando en su pasado y recordó que ese momento ya lo había vivido pero un tanto diferente, como si se tratara de una versión de hechos ya ocurridos, o como los cabos sueltos de la vida, que parecen reaflorar en derivaciones virtuales de la memoria; pero todo era tan vívido que parecía que se podía tocar con los ojos, que se sorbía o inhalaba en el aire que respiraba… el aire llegaba cargado de la frescura de la madrugada, serían las cinco y treinta de la madrugada, y ya había llegado la luz del día.
Miró la calle a lo lejos y recordó de dónde acababa de llegar en días pasados. Las imágenes de una lejana tierra de llanuras, el río caudaloso y cristalino, la gente de allá y su telúrica alegría, las fiestas y al final la sorpresa del amor de una mujer. “La vida sólo le muestra a uno las cosas”, pensó, cuando recordó el nítido retrato de la mujer, su romance platónico y de pocos días, la relación inevitablemente distante, pero a través de la cual ella le hizo sentir poderosamente el influjo de su afecto y le inspiró como ninguna otra persona la seguridad en el cariño que ella le manifestaba, y le habló sin palabras de lo dulces que serían sus caricias.
“La vida es misteriosa”, volvió a pensar el hombre al recordar a la mujer lejana y las promesas y expectativas que se disuelven en el momento más inadvertido. Todavía lo unía a ella la promesa del cariño y del regreso, pero también supo que no regresaría, que continuaría viajando en dirección opuesta, que se alejaría aún más de ella, como se alejaba ahora de su padre y de su hermana. Se imaginó viajando, y el miedo, el tedio y la tristeza lo embargaron, se imaginó solo y sin rumbo fijo. “La vida es misteriosa”, pensó, “¿por qué uno hace esto?”…
Llegó el bus de línea, al cual abordaron y el hombre se sentó en el último puesto, tras su hermana cuya atención oscilaba de su padre a la ventana; y el hombre desde allí, seguía el ritmo vertiginoso de las imágenes del cambiante paisaje de su ventana, mezcladas con las vertiginosas imágenes de su conciencia, cuando en cierto momento observó que el bus viajaba casi vacío y descubrió que su padre, ayudado por su hija, tal vez acosado por sus dolores, se había acostado en el piso del vehículo, sobre su chaqueta. El hombre vio la inminencia de la despedida y sin dudarlo, se arrodilló junto a su padre. Lo cubrió con los faldones de la chaqueta para darle abrigo y suspiró sin poder hablar, mientras su mano derecha se apoyaba sobre la espalda del viejo, quien, en posición fetal, luchaba contra un dolor que nadie imaginaba.
–?Qué pasa? –preguntó el padre, con voz cansada y dolida.
–Me voy, papá –respondió el hombre.
El padre se sentó con gran esfuerzo, pero exagerando sorpresa y prontitud, al exclamar:
–!Lo único que queda es lo que tengo acá! –y
con gesto amargo señaló el bolsillo de su ajada camisa.
–No quiero plata, papá –respondió el hombre,
y en su voz se advirtió el inicio de su desplome.
–!Perdóneme, papá, porque me voy y lo dejo así! !Perdóneme, papá, pero no me puedo devolver!
DESIERTO
(Humo de la voz N.39; publicado en LA ESKINA
global N.101, marzo 12 de 2021)
Por
Claudio Anaya Lizarazo
Soñó con una antigua novia y al despertar, lo había embargado la nostalgia. Encendió la pequeña lámpara y su luz discreta iluminó el cristal del reloj: las cuatro de la madrugada. A su lado, su mujer se arrellanó y sin llegar a despertarse murmuró algo que se oyó ininteligible.
Entrecruzó las manos bajo la cabeza, a manera de almohada y se abandonó a la rememoración del sueño y de la época que simbolizaba el rostro de la muchacha; ya sabía que se iba a sentir triste y casi deprimido durante varios días. Soñar su pasada juventud, pensar en ella, repasar viejas fotografías o encontrar alguna antigua amistad, significaba para él, todo un cuestionamiento en su vida. Era como hacer un alto involuntario para remirar o repensar lo hecho. “La agitación de la vida borra en las personas la memoria de las cosas gratas y los ubica en un mezquino presente donde se pierde la visión de lo que son, de lo que han sido, o de lo que han soñado”, pensó. Por eso, él, se aferraba a su pasado con la incontrovertible fe de que así no perdería esa semblanza o perfil interior que le había dado tantas veces, la medida o la conciencia de su equilibrio en el mundo.
Se sentía despojado y desilusionado. Ahora, en plena madurez, la vida era para él una gran mentira improvisada, que se tiene que ir adaptando a cualquier situación y que ha terminado por anegarlo todo. Sentía, sin embargo, que no todo sucumbía ante los corrosivos fluidos del tiempo y del sistema. “Hay cosas que todo el mundo guarda como lo más preciado y delicado, aunque no se hable de eso, aunque exista esa tácita prohibición, aunque la gente tenga la tendencia a creer que los recuerdos son una forma de perder el tiempo, o una manera de demostrar fragilidad”.
Pensó nuevamente en la muchacha y otras personas y hechos aparecieron con ella, configurando una atmósfera más límpida, ahora con la belleza de lo remoto. “El recuerdo es puro, porque al recordar se rescata la esencia de la vida, desprendida de todo el ruido, la sordina y las angustias que impiden que uno se reconozca en cada momento presente que se vive”. Evocó la relativa despreocupación de su pasada juventud y el camino lento e inexorable a través del cual se fue internando en el mundo de la lógica económica, hasta abandonar la silvestre libertad de la juventud. “Sólo unos años me quedan de vida y todavía este terco corazón quiere ilusionarse, pero no encuentra sino los vestigios de lo que guardó para siempre”, suspiró y miró a su lado; su mujer dormía con placidez, y una tenue y paulatina claridad empezaba a desbordarse desde la ventana hacia el interior del cuarto, como un gas o niebla que lo narcotizaba en la irrealidad de sus ensoñaciones azules.
“La ciudad ha cambiado. Todo cambia como si fuera la peor maldición que se debe padecer. La muerte es el olvido y el olvido es la traición. Cambiar es una forma de traicionar y de traicionarse. Las cosas, el tiempo, las personas deberían permanecer o ser más inmanentes en su esencia. Hay algo en el devenir del tiempo que obra sobre las personas y las transforma, a veces, radicalmente. Nada hay fijo, es la maldición del movimiento y de la transmutación de la vida, que no puede darse sino haciendo carroña de lo realizado”.
Avanzaba la claridad en su cuarto y con ella el pavor que sentía por los días que lo hundían en el desconcierto. Los días eran para él, el desierto y lo imprevisible, el umbral en el cual se pueden ya esperar las fauces de un depredador mitológico. Nuevamente miró a su mujer y al observarla confiada en su sueño, se reconfortó un poco. La miró con cariño y con tristeza; ella y todo lo que significaba su compañía, al lado de sus memorias, eran lo único que le quedaba de su perdido pasado. Se dispuso a esperar el día mientras le acariciaba a ella, la espalda y el cabello suelto.
LA HORA RETRO
(Humo de la voz N.40; publicado en LA ESKINA
global N.101, marzo 12 de 2021)
Por Claudio Anaya Lizarazo
Llegaba todas las noches, puntual para la
transmisión. Hacía ya varios años que observaba ese ritual, con terca devoción,
demostrando a los oyentes su extensa cultura sobre la música. Hablaba con
sorprendente familiaridad de compositores, cantantes, orquestas, sellos o casas
disqueras, anécdotas de los personajes de la farándula y de la música popular
de otros tiempos, como si fueran datos tan frescos que a no ser porque también
citaba fechas, hubieran creado la ilusión de ser hechos acabados de ocurrir,
como si al ingresar al estudio, el tiempo desapareciera o como una prueba
irrefutable del gran poder evocador de la música de antaño.
Yo oía todas las noches, también con terca devoción, su voz armónica, aunque ya un tanto quebrada por los años, lo cual le imprimía a los comentarios con los que presentaba cada tema o canción, un rango de credibilidad que únicamente puede dar la experiencia. “El hombre vale por su palabra”, le oí decir alguna vez a un viejo vendedor en la calle, y oyendo al presentador de boleros tuve la total certeza de que así era, no sólo atendiendo a lo que puede ser cumplimiento sino a la carga vital de experiencia evidente en el tono y que nos expresa esa singular mirada sobre el mundo, ese denso cúmulo de imágenes, hechos y sentimientos que sostienen lo que inevitablemente se toma por veraz e interesante en las palabras de un hombre. Alguien que hable así de la música, ha vivido con intensidad sus años y sus afectos, ha sido un testigo acucioso de su época, del mundo, de la historia, de su ciudad.
Sin embargo, el hombre sólo hablaba de música, de los hombres y mujeres que la hicieron, como un profesional antiséptico que no rebasa en ningún momento los límites de su competencia, pero fatalmente los efluvios de esas décadas de desgajaban de sus comentarios, confiriéndole el aire de un chamán o pequeño dios que repetía sus fórmulas mágicas como si fuera la primera vez, casi sin pensar en nada, sólo buscando un efecto que tampoco quería mencionar. Cuántas veces quise ir al estudio, pero nunca lo hice. Quizá por no romper la magia de la radio, por no disipar esa atmósfera remota y monofónica que invadía la noche de mi cuarto, por no perder esa nebulosa de ingenuidad con la que ahora miramos las cosas del pasado o de nuestros mayores. Nunca fui al estudio pero en esa época, lo imaginaba concentrado en las carátulas de sus acetatos y vinilos, mirando las listas de temas, leyendo en sus libretas de apuntes, u ojeando viejas revistas ilustradas con fotografías en sepia, con los audífonos puestos, casi sin mirar al control tras el vidrio, como poseído de alguna extraña deidad, en trance, como un médium perteneciente a una cofradía de oficiantes del pasado, sobre el cual ha recaído la función de oxigenar o mantener esos espacios y costumbres del mundo, entidades que fueron imágenes, reflejos, deseos, antes de materializarse en el espíritu del hombre y desaparecer en el fluir tiempo.
Antes pensaba que aquí mostrábamos, pero no hablábamos, como si así se pudieran ocultar no solamente nuestros interrogantes ante la vida y la muerte, sino la más angustiosa tragedia, el paso del tiempo, el no ser, visible en los relevos generacionales, en la desbastadora acción de los hombres sobre esta ciudad que ha sido nuestro paisaje de arraigo y que hemos visto mutar y agonizar, y de la cual ya casi nada de lo que fue, queda; sólo nosotros y lo que no somos capaces de contar. Pero una noche, oyendo al locutor de La Hora retro, recibiendo la profusión de detalles e insertos anecdóticos de los artistas y protagonistas de su universo musical, soportados en una vocación histórica y en una rendida melancolía que lo llevaron a constituirse en un narrador magistral, comprendí el poder evocador de la palabra. Los muertos y el pasado viven en nuestra memoria, en las bibliotecas, en los archivos de periódicos y revistas, en la memoria de la gente como en el locutor de La Hora retro, quien en estas décadas cumplió con su función de transición; contar una historia a alguien, es perpetuar esas vidas, como lo han propuesto inclusive los espiritistas y médiums, como próximamente lo harán los hologramas con nuestros ausentes y con las ciudades que fueron.
MONÓLOGO DE LAS CASAS VIEJAS
(Humo de la voz N.41; publicado en LA ESKINA
global N.101, marzo 12 de 2021)
Por Claudio Anaya Lizarazo
La casa, grande y espaciosa, asumía dimensiones fantásticas en la visión de la niñez. Tenía largas filas de columnas en madera cuyos fustes estaban alisados por sus cuatro caras a golpes de hachuela, y descansaban sobre bases de piedra tallada a porra y cincel. Su decoración eran pálidas reminiscencias de las formas clásicas, coloniales o republicanas, pero formaban un grato conjunto de rasgos orgánicos entre la pequeña ciudad y ese olor balsámico del campo que venía prendido a las palabras, a la piel y a la ropa de los provincianos. Fue, por así decirlo, una época ingenua. Ahora, después de más de cincuenta años que me doy a la tarea de recapitular los recuerdos, veo a los jóvenes de ese tiempo en toda la dimensión de esa ingenuidad que da el desconocimiento de las leyes ocultas que rigen la vida. Más aún, tratándose de jóvenes y adolescentes que abandonaron el campo por muchos motivos, entre ellos, la violencia política y sus estribaciones, o los cantos de sirena de la ciudad. Ella representaba esa franja de la realidad, donde se estaba a salvo de las balas y del filo de los machetes, a salvo del odio de los clanes familiares, originado en las rencillas políticas. La ciudad representaba esa franja de la vida donde se podían realizar las ilusiones, los sueños. Y ella fue extendiéndose y construyéndose con ese sabor local de la provincia en los años cuarenta, en los cincuenta, en los sesenta, y que hacia los años setenta sucumbe ante el concepto de lo cuadriculado y los formatos simples y precisos de la cultura tecnológica que iniciaba su entrada, desplazando así a las antiguas formas de vivir. Pero quedan espacios, lugares, fachadas, calles, parques, balaustradas, espadañas, escalinatas, tejados y patios solariegos, así como lenguajes y gente de ese tiempo, con sus memorias, sus objetos y olvidados bodegones, y sobre todo sus ojos, que vieron muy bien lo que yo, ahora, deseo profundamente haber conocido más a fondo.
No es que quiera rescatar a mi ciudad rememorando esas imágenes, porque no ignoro que el tiempo es inexorable. Pero hubo algo, en esa ciudad que vieron mis ojos de niño, algo mágico que no he podido desentrañar y que, si lo lograra, temo, disolvería esa atmósfera de diafanidad y civilidad que la impregnan. La grata experiencia de mis primeros años demarcó en mi genio el tono y el talante con el cual he mirado en transcurrir del tiempo, la calle como el río de gente, las palabras como el río de la memoria, la ciudad como el museo de los recuerdos y que una mano intrusa e insensible va desmontando y transformando lentamente.
Es usual que el olvido se derive del despojo. Cada ornamento desprendido, cada fachada demolida, cada palabra abandonada, son símbolos perdidos que ya no aportarán el sustrato de sus anécdotas y hechos. Pero hay una ciudad que pervive oculta en su sustancia. Ese lugar, esa memoria perenne de todo lo que ha sido, permanece latente en la conjugación de todos los rasgos geográficos y humanos, como una filigrana que es fermento de este lugar, de este suelo y todo lo que él soporta y madura con el lento alcohol del tiempo. Así, mi esperanza me dice que, la ciudad muta su fisonomía sin que termine siendo otra; son sus efluvios y sus atmósferas como nuestros recuerdos y nuestras palabras, lo que constituye el hilo conductor, el cordón umbilical entre la ciudad a través de la cual descubrí el mundo y la vida, y la ciudad que hoy me enfrenta a la incertidumbre.
Pero no es sólo el trabajo de la dura piedra lo que queda en la memoria, también el paso de innumerables personas, un caudaloso río de voluntades que esculpieron esos lugares y esos días, que hoy son, para algunos, deleznables páginas agitadas casualmente por la súbita brisa de la nostalgia, que se origina al encontrar perdido entre los suburbios del centro, en algunas de sus calles: un rosetón, la talla de una vieja ventana de madera, un clausurado muro de tapia y su espadaña, o un rostro, con toda la mágica arquitectura de sus facciones. Un rostro habla tanto como un ornamento. Ambos pertenecen a una época y a un lugar, y ambos han sido componentes de episodios que conforman el sedimento de la historia.
PASO EN FALSO
(Humo de la voz N.42; publicado en LA ESKINA
global N.101, marzo 12 de 2021)
Por Claudio Anaya
Lizarazo
Descansó, descansó de su presión, pero no fue un descanso tranquilo. El fraternal texto de la nota, la gregaria invitación de la amistad que contenían esas líneas, también lo dejaron fuera de su habitual y brusco aplomo, arrojándolo a un lento remolino de sensaciones y recuerdos hasta el momento olvidados, que giraban ahora dentro de su cabeza y su corazón, lentos y pesados. Veía las imágenes que conformaban el sedimento de su vida, mientras pronunciaba con débil voz… “Es una nota para mi hijo, Agosto”… y pensaba que la vida de su hijo y sus amistades también de alguna forma eran parte de su vida, y mientras giraban las palabras, las imágenes, las voces, quedamente se decía: …“Sí, ese fue un amigo importante para mi hijo”… y recordó que eso había sucedido hacía más de treinta años, y restó mentalmente esos años a su edad actual y se vio todavía joven aunque en ese tiempo se creía ya un hombre a las puertas de la vejez, pero la pasaba bien, tenía un cierto patrimonio, conservaba su cargo público, tenía relaciones políticas y comerciales de importancia, y sobre todo, los recuerdos que le quedaron por ejercer un cargo importante como el haber sido cónsul en un país de Europa, eso siempre representó la época dorada en su familia, dorado que al regresar a Colombia, tuvo que defender de la competencia de sus adversarios políticos y en los negocios, defender de sí mismo, todo lo cual lo había llevado a ser un hombre duro, de negocios mecánicos y precisos, un hombre muy ocupado y sin tiempo para la familia y sus hijos, asuntos menores que dejó en manos de su esposa, fiel y permanente, lo cual, en cierto índice, contribuyó a aumentar su soberbia de esos tiempos.